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TRAGEDIA EN LOS GRANDES LAGOS

La última batalla de los genocidas ruandeses

Junto al campo de Mugunga quedan los despojos de los carceleros de centenares de miles de refugiados hutus

Alfonso Armada

ENVIADO ESPECIALEl mayor campo de refugiados del mundo ya no es más que un gigantesco basural, esqueletos de chozas, plásticos al viento, algún cadáver, fotos de matrimonio perdidas en una fuga súbita, cartas de identidad rotas, uniformes arrojados a toda prisa y un convoy militar varado para siempre en tierra de nadie, la carretera de Mugunga, 15 kilómetros al oeste de Goma, en la provincia zaireña de Kivu Norte. Allí fue aplastado el jueves lo que quedaba del antiguo Ejército hutu y los temibles interhamwe, las milicias que durante los dos últimos años han aterrorizado. a centenares de miles de refugiados para que o volvieran a Ruanda. La derrota de los carceleros, que huyeron aire adentro con un último escudo de poco más de 100.000 personas, abrió las compuertas de una de las mayores migraciones de la historia moderna.

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Juvenal Habyariamana saluda marcialmente desde la ventanilla rota de un autobús inmovilizado junto a Mugunga. La débil brisa hace que un jirón sucio de cortina acaricie el retrato del residente ruandés asesinado el 6 de abril, la fecha que desencadenó el genocidio de casi un millón de tutsis y hutus partidarios de compartir el poder. Por las puertas y ventanillas desventradas asoma todo el archivo del Estado Mayor del antiguo Ejército: mapas, documentos clasificados, libros bajo la admonición de secreto, fotografías de detenidos, memorandos del servicio de espionaje, una colección de esposas y hasta una caja fuerte que ha resistido los ataques de los saqueadores.

El precioso archivo móvil formaba parte de un convoy de 27 vehículos (cinco autobuses, dos Mercedes y varios camiones militares, furgonetas y 4X4) en el que intentó desesperadamente ponerse a salvo la camarilla de responsables del genocidio que durante los los últimos años ha mantenido viva la vida miserable de centenares de miles de compatriotas. Los jefes hutus disfrutaron, gracias a la complicidad del Ejército zaireño, de países amigos como Francia y a la ceguera voluntaria de las Naciones Unidas, de todo lo que carecían los refugiados que arrastraron al exilio. Junto al autobús de los secretos perdidos, la carretera es un batiburrillo de condones, guantes higiénicos, jeringuillas y bandejas esterilizadas, minas antipersonales y granadas de mortero.

El jueves se rompió en mil pedazos el gigantesco candado que impedía a los refugiados dejar de ser rehenes de los que inspiraron y ejecutaron el genocidio. "Los banyamuenges [tutsis zaireños desde hace generaciones que han puesto en jaque la dictadura de Mobutu y controlan parte de la región de Kivu] cayeron de forma precisa e implacable sobre las posiciones hutus en Mugunga. La derrota les puso en fuga y el grueso de los refugiados, más de medio millón, se sintió libre para volver a Ruanda. Los interhamwes huyeron hacia el interior de Zaire, los refugiados eligieron el camino de Ruanda", comenta un responsable de la ONU.

El grupo de zaireños que aprovecha la calma para hacer rebatiña de lo que queda del último convoy del régimen hutu relata su versión de la última batalla del régimen hutu: "El jueves hubo terribles combates aquí, con ametralladoras y morteros. Junto a los banyamulenges combatían soldados ruandeses y ugandeses. Derrotaron por completo a los interhamwes y los soldados del antiguo Ejército hutu. Había varios generales entre ellos, los verdaderos amos del campo". La carretera está sembrada de uniformes militares, y a algunos zaireños que viven cerca, en Sake, a la orilla del lago Kivu, no les importa ser testigos de cargo: "Muchos se quitaron los uniformes y se unieron a los refugiados".

Las espaldas de los últimos refugiados hutus sobrecargadas con niños, colchones y leña, se alejan de Mugunga en dirección a Goma. Se cruzan con banyamulenges que van hacia la nueva línea de frente, Maisi, en el noroeste zaireño, donde los interhamwe tratan de reagrupar sus fuerzas. Les cuesta abrirse paso entre el cementerio motorizado en que se ha convertido la carretera de Mugunga. Bajo un gigantesco camión grúa, tintado con el verde militar de camuflaje, un soldado parece arreglar una avería. Pero no es más que un cadáver olvidado. No tendrá tiempo de volver a hojear el Manual de tiro de fusil, con precisiones sobre "la posición del cuerpo, la mano derecha, la mano izquierda o la respiración", que yace a su lado.

Mugunga se ha convertido en un atroz recordatorio del sufrimiento: durante kilómetros y kilómetros se esparcen los restos del mayor campo de refugiados del mundo. Pero basta levantar la vista para ver uno de los paisajes más hermosos de la Tierra: el lago Kivu, encerrado entre montañas verdes y volcanes, es de una belleza irresistible. Pero los refugiados no tienen tiempo de mirar atrás.

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