El muñeco de Ranicky
Un periodista le pidió ayer en Francfórt una entrevista a Peter Mayer, el legendario presidente de Penguin que ahora ha anunciado su retirada. Este hombre corpulento y canoso, cuyos ojos parecen llorar siempre de cansancio, le respondió al periodista:Espera al año que viene, cuando en tu periódico te pregunten: ¿Y ése quién es?
En más de 20 años, Mayer ha hecho millones de libros, le dio una nueva dimensión intercontinental a la veterana y prestigiosa marca inglesa, y convirtió su colección de bolsillo en un catálogo internacional de la literatura y puso todos los libros en sitios donde antes no estaban. Ya contamos aquí una vez que, cansado un día de no reconocer sus propias sábanas, Peter Mayer decidió decir adiós a todo el ruido y regresar a la pequeña editorial que hace también más de dos décadas fundó con su padre para publicar libros tranquilos. Ésta de octubre de 1996 es su última cita con Francfórt. El año que viene, dice, vendrá aquí como una persona normal que viviera la vida de cualquiera, anónimo como debe ser un editor.
Hay mucha gente que lleva años, como Mayer, en el centro del universo y que de pronto se hace la misma reflexión, quizá en estos mismos pasillos de la Feria: de todo este maremagnum lo que quedará será un libro, quizá un poema, los nombres de algunos escritores. Peter Mayer exagera: su nombre quedará, muy probablemente, y es muy posible que el año próximo el periodista que ahora no ha podido entrevistarle pueda proponer con éxito su nombre en la redacción. Pero es cierto que en esta planicie profusamente habitada que es una feria de estas características, se sienten como en ningún sitio las aristas del negocio. En el fondo del pasillo, a oscuras, solitaria, permanece la figura del escritor; hace lo que tiene que hacer, escribe; más acá, debajo de la luz de los focos, por una vez al año, se ven los agentes y los editores intercambiando sus productos, sus ofertas y sus demandas, sus rechazos, y afuera, detrás y delante de este recinto en el que se hablan todas las lenguas, se siente el eco de la literatura" como un reflejo, aún, de lo que pasa en el primer escenario, ese en el que se producen las frustraciones, la fascinación o el sueño que inventan los escritores. Andrew Wylie, que pasa por ser el agente literario más agresivo del mundo, nos decía ayer en Francfort: "¿Que qué quedará de todo, esto? El escritor, evidentemente". Cuando acaba Francfort, y cuando alguien decide acabar con lo que significa Francfort, como ha hecho Peter Mayer, la luz cambia de sitio. Y debajo de esa luz, con el tiempo, lo que quedará será la literatura.
Es muchas cosas Francfort, y para escritores y demás figurantes del negocio -editores, agentes, compradores, vendedores- es, sobre todo, una cura de humildad. Los grandes paneles, las fotos, los eslóganes, la feria de la vanidad a la que inevitablemente está abocado el que trabaja así para el público, tiene aquí su gloria y su miseria. Sigue habiendo agentes que venden. libros extraordinarios que aún no se han hecho, y sigue habiendo mujeres que relatan una y otra vez, con un entusiasmo profesional admirable, los argumentos más diversos de las novelas que aún no se han empezado a hacer.
De este mundo, decimos, se salvan los libros. Asusta pensar, sin embargo, en medio de estos pasillos atestados de gloria, de frustración y de esperanza, que ya no recordamos a todos los que eran muy famosos hace más de 30 años, cuando nuestra generación regalaba los primeros libros de los primeros noviazgos, cuando la literatura era aún eso que se veía bajo la luz del primer escenario. Cuando los libros eran acompañantes discretos e imprescindibles del humo de nuestra adolescencia, y permanecían en nuestra memoria sólo como el latido de un calor muy cercano.
Nostalgias bajo la luz de Francfort. En medio de esta atmósfera, como si fuera la broma que merece toda solemnidad, unos editores alemanes han fabricado un muneco que representa al gran crítico alemán R. Ranicky, el que ha avalado aquí el enorme éxito de Javier Marías, aquel que rompió en público la última novela de Günter Grass, y el que con su juicio televisado o escrito cambia el curso de las listas de venta en este país de lectores. El muñeco es de goma y representa a un Ranicky en estado puro, calvo, con gafas de montura negra, sentado sobre los gruesos libros que ama; si le aprietas, grita. Entre todos los objetos, vivos o inanimados de esta Feria, ese retrato benévolo y divertido del crítico más discutido y respetado de Alemania representa otra parte de esos escenarios en que hoy se debate la posible memoria de la literatura. El sentido del humor alemán esconde también una evidencia: la importancia del lector, representado en este caso por el crítico, su vitalidad y su vigencia, la posibilidad de que la suya sea la última palabra. Es posible que la gente no recuerde luego, a Ranicky o a Mayer, pero ellos habrán sido los que hoy ratifican lo que hacen los escritores. Y la última palabra la dará el tiempo, que será el que sepulte o glorifique la literatura que ahora hay bajo los focos de Francfort, y de cualquier modo la literatura seguirá siendo aquello que había aún antes de tanto ruido.
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