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Tribuna
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Un fallo fallido

De forma unánime se ha decidido dejar desierto el primer premio en el concurso para la ampliación del Museo del Prado Ninguno entre los más de 500 proyectos presentados ha merecido el respaldo del heteróclito jurado internacional, al que se recurrió en su día para aliviar a la Administración de la enfadosa tarea de designar un arquitecto. Para más inri, el jurado ha concedido accésit a dos proyectos tan antitéticos que cualquier fusión o síntesis futura es descartable. Esta situación deja las manos libres a la ministra de Cultura, que deberá iniciar de nuevo el prolijo y polémico proceso de búsqueda de un arquitecto y un proyecto. Cuando estaba a punto de culminarse tras un año de ruido y furia, el asunto ha vuelto a la primera casilla, provocando la misma frustración que el juego de la escalera cada vez que el azar nos precipita al comienzo. Ni siquiera podemos pensar que la montaña ha parido un ratón, porque los hechos han diagnosticado más bien un falso embarazo.Este desierto unánime, hasta hace poco tan poblado de hipótesis y cábalas, resulta de difícil evaluación mientras no se conozca la totalidad de los proyectos, cuya exposición está prevista a partir de octubre. Los 10 presentados ahora, que fueron seleccionados en su día para una segunda fase, producen una impresión general de desaliento, creada a partes iguales por la dificultad intrínseca del problema, el carácter equívoco de las bases y el discutible olfato del jurado, alguna de cuyas preferencias resulta clamorosamente desconcertante. Puesto a buscar trufas enterradas, ha alumbrado mayormente patatas. Tubérculos comestibles sin duda, pero lejos del refinamiento gastronómico que correspondería al Prado.

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Pese a todo, el proyecto de Matos y Martínez Castillo, que ha recibido uno de los accésit, es probablemente el más elegante y sensible de los presentados, lo que dice mucho a favor del talento de la joven pareja de profesores madrileños. Su propuesta de bajo impacto contrasta vivamente con la muy categórica de los suizos Dürig y Rämi, también premiada con un accésit, que añade al edificio de Villanueva una gran barra prismática, tan impetuosa como ingenua, que se extiende aérea hasta las verjas del Jardín Botánico. En el proyecto mas conservador y silencioso de los expuestos, Hernández Gil y Olalquiaga eligen por el contrario prolongar el Botánico por las traseras del Prado, albergando bajo tierra buena parte del programa. La propuesta de Rafael Moneo, único arquitecto de talla internacional entre los seleccionados, se ajusta dócilmente a las bases, construyendo en la parcela de los Jerónimos un bloque exfoliado de despachos y una sala de exposiciones temporales en el antiguo claustro, iluminada por una chimenea de luz; el conjunto se une al edificio de Villanueva a través de una pasarela integrada en un monumental dosel que salva la, calle. Por lo, demás, sólo la delicada fragmentación del proyecto del joven madrileño Fernando Pardo o el gesto rotundo y añejo del más veterano Eleuterio Población se salvan de este naufragio melancólico y anunciado.

El Prado se merecía otra cosa. Este fracaso laborioso y gris evidencia que ni la redacción de las bases del concurso, ni la selección de los miembros del jurado, ni la remisión del proceso en su conjunto a una triste burocracia internacional han dado los frutos que la más importante institución cultural española tenía derecho a esperar. Ahora habrá que comenzar de nuevo, tras el fallo fallido de esta onu unánime.

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