El idiota en la Madre Patria
Después de una carrera sorprendentemente triunfal por América Latina (¿consecuencia de que la, idiotez política va encogiéndose en el nuevo continente o de que el protagonista de sus páginas, aquejado también de masoquismo, se precipitó en masa a comprarlo?) el Manual del perfecto idiota latinoamericano llega ahora a España enriquecido con un ensayo sobre la variante carpetovetónica del fenómeno y un Index Expurgatorius que documenta con profusión las contribuciones de las "ínclitas razas" ibéricas rubendarianas a la idiotez ideológica contemporánea.¿Cómo será recibido? Descartando el enfado de alguno que otro prehistórico (el idiota patriótico) porque tres sudacas vengan a morder la mano que les da de comer, pronostico que las reacciones, hostiles o simpáticas, tendrán casi siempre un componente escéptico, la ironía de quien ha llegado a la conclusión de que todo entusiasmo político es ingenuo, inútil y hasta una falta de educación. En esto, la clase pensante española -de alguna manera hay que llamarla- se ha europeizado muy de prisa con la modernización de las instituciones, la apertura experimentada por el país en los últimos veinte años y el firme consenso a favor del régimen democrático del que participa, con excepción de bandas terroristas que pueden perturbar pero no modificar este hecho, el conjunto de la sociedad.
A la enorme ilusión que caracterizaba el clima político y servía de fermento intelectual para la reflexión histórica, el debate de ideas y la fragua de proyectos y modelos sociales en los últimos años de la dictadura y los primeros de la transición, el arraigo de la democracia ha impuesto, con sus aburridas rutinas, pragmatismos, concesiones y las duchas de agua fría del descubrimiento de la proliferante corrupción, una resignación apática y un tanto cínica a lo que parece la mediocridad inevitable de un sistema, que, si es preferible a otros porque garantiza unos espacios de libertad más amplios que cualquier régimen no democrático, es constitutivamente inepto para resolver los problemas de una manera radical y no puede ni debe merecer, por tanto, de quien no renuncia a la lucidez, más que una burlona anuencia, como esos príncipes alemanes del siglo XVIII de los que habla Eric Hobsbawm, buena parte de la élite política e intelectual española cree que "el entusiasmo es el peor enemigo de la estabilidad".
Para esta actitud escéptica, que es también la de un vasto arco de intelectuales franceses, ingleses, italianos, estadounidenses y, en general, de países, de arraigada cultura democrática, todo exceso de celo y fervor político manifiesta puerilidad y subdesarrollo mental, y un libro como el Manual de Carlos Alberto Montaner, Plinio Apuleyo Mendoza y Álvaro Vargas Llosa, con su beligerancia crítica antipopulista y su exaltada defensa del radicalismo liberal aparecerá como un digesto o indigesto cóctel de los trópicos, algo pintoresco y demodé, nada en todo caso que deba catarse como el vino o el cognac, bebidas serias.
Ahora bien, la desmovilización cívica de la clase intelectual que trae consigo la estabilidad democrática y el consecuente empobrecimiento del debate político, no vacuna contra la idiotez que este libro denuncia -la obcecación dogmática en clisés antiliberales, la entronización del prejuicio, el lugar común o el ucase en reemplazo del examen racional y una desconfianza biliar, atávica, a aceptar todas las consecuencias de la libertad-; más bien, le abre las puertas y contribuye a que el sistema democrático se hunda en aquellos vicios e imperfecciones que desmovilizaron a sus antiguos valedores. Éste es, sin duda, el caso de España: con vigor y eficacia notables instaló la democracia y ahora ésta, con veinte años de edad, luce ya tan vieja y achacosa como las más antiguas de Europa.
A diferencia de América Latina, la idiotez política no reviste en España caracteres mesiánicos porque el mesianismo -el sueño revolucionario, la tabula rasa, la purificación apolíptica- se eclipsó con la coexistencia en la legalidad que impuso la práctica democrática y el trauma existencial que causó a la izquierda la desintegración de la URSS y la caída del muro de Berlín. Desde entonces, ha perdido audacia, vuelo, y se ha replegado en variantes nacionalistas, populistas y socialdemócratas. La más visible es el antinorteamericanismo, el odio a los Estados Unidos, tema en que comulgan por igual los nostálgicos de Franco y de Stalin y en el que el idiota de la Madre Patria es aún más tercermundista que, digamos, el hondureño o el guatemalteco, y casi casi, que el fundamentalista islámico.
¿De dónde nace este odio? Tiene raíces históricas -la guerra del 98 y la pérdida de Cuba y Filipinas derraman todavía algunas lágrimas carcas-, lo nutren dos tradiciones, la fascista, que consideró siempre su principal enemigo a la democracia liberal y detestó más a Washington que Moscú, y la marxista, para la cual el 'imperialismo norteamericano' era la última etapa y baluarte del capitalismo, y por tanto el principal enemigo del género humano. Pero, en verdad, detrás de la caricaturización y difamación permanente que se da en la élite intelectual y política española de los Estados Unidos -de su sociedad, sus instituciones, su cultura, su política, sus gentes-, en los órganos, plumas y voces más influyentes (algo que, por lo demás, no es seguido por el resto de la sociedad, que se 'norteamericaniza' a pasos rápidos en lo bueno y por desgracia también en lo malo) no hay otra cosa que prejuicio, clisé, complejo de inferioridad, envidia: ignorancia elegida. Es por eso que la dictadura de Fidel Castro tiene en España más defensores que en ningún otro país del mundo y puede beneficiarse con campañas como la reciente de proporciones histéricas, contra la ley Helms-Burton. Ella contó con el apoyo de muchos demócratas que decían estar defendiendo la libertad de comercio; en verdad, se trataba de golpear al 'enemigo', ese fetiche erigido por la sinrazón y la pasión.
Estados Unidos tiene muchos defectos, desde luego, y yo los critico con frecuencia, pero con más ferocidad los critican los propios estadounidenses. A esta Pasa a la página siguiente Viene de la página anterior libertad y capacidad autocrítica debe su salud política y su aptitud para renovarse y ensayar, con más audacia que ninguna otra sociedad moderna, instituciones y políticas encaminadas a perfeccionar la cultura democrática. Por eso, en casi todos los grandes temas de actualidad -la promoción de la mujer, la protección del medio ambiente, el multiculturalismo, la profesionalización de las Fuerzas Armadas, los derechos civiles- Estados Unidos ha estado a la vanguardia de lo que -en este caso sí - debe llamarse el progresismo. Y, también, como sociedad permeable a la integración de sus minorías, que llegó a confiar la jefatura de sus Fuerzas Armadas a un negro nacido en Jamaica antes, de hacerlo a un inmigrante polaco, y su diplomacia a un judío centroeuropeo. que habla inglés con acento alemán. Buena parte de la clase pensante española está ciega y sorda a estas evidencias, y sólo atenta a fenómenos como el de la delicuencia en las grandes ciudades, la marginación y drogadicción de amplios sectores de las minorías étnicas o la pena de muerte, que le permiten, magnificándolos, satanizar a Estados Unidos en bloque como el mal absoluto.
Casi todas las otras variantes de la idiotez política hispánica derivan de la beatería estatista, curiosa aberración en un país donde el Estado- no hace más que demostrar a cada paso, a quien tenga ojos para ver y quiera usarlos que, empresa que monopoliza, la arruina, y función que administra, la burocratiza y estraga. También, que la corrupción es un fenómeno inseparable de, la elefantásis estatal y que la única manera de conseguir que el Estado sea eficiente, honrado y cumpla con sus obligaciones, es liberándolo de aquello que hace siempre peor que la sociedad civil, por ejemplo, crear riqueza. Sin embargo, en España se oye hablar todavía, para oponerse a la privatización de un sector público ruinoso, que vampiriza las energías de los esquilmados contribuyentes, de la necesidad de proteger ciertas 'empresas estratégicas', como si, en caso de emergencia, no lo fueran todas y como si, por estar en, manos de burócratas y políticos en vez de técnicos y empresarios privados, una empresa defendiera mejor el honor nacional.
La idea de que, mientras más grande es, el Estado garantiza mejor la "justicia social", es un prejuicio del que, a diferencia, de lo que ocurre en España, buena parte de la izquierda- moderna se ha librado. En algunos países, han sido partidos socialistas y socialdemócratas los que han impulsado la privatización de la economía. El caso más notable es el de Nueva Zelanda, donde la reforma liberal más radical de nuestro tiempo la inició el Partido Socialista, sentando un modelo de sociedad abierta que gracias a ello experimenta desde hace algunos años un desarrollo económico febril. Sin embargo, pese al altísimo índice de desempleo de la sociedad española -24%, uno de los más altos del mundo- y el. elevadísimo sistema tributario que exige sostener el gigantismo estatal del país, la defensa del supuesto 'Estado de bienestar' es en la Península una intocable verdad teologal. Salvo aisladas voces temerarias, vistas por el conjunto de la élite como pintorescas excentricidades (fundamentalistas liberales es el exorcismo que las nulifica) no hay formación política, de derecha o de izquierda, que se atreva a decir la más obvia y estricta verdad (porque se quedaría-sin votos): que si no se recorta drasticamente ese 'Estado de bienestar', en un futuro no lejano España retrocederá en niveles de vida y condición del empleo a una circunstancia tercermundista.
El subsidio, mala palabra en toda sociedad moderna, en España aún es buena, y, en el campo de la cultura, sacrosanta. Este es el argumento: si el Estado no los subsidia, desaparecerían la ópera, el ballet, el teatro, los buenos cineastas, y la bazofia de Hollywood se apoderaría del mercado mediático. Para impedir este horror, el Estado debe meter la mano en el bolsillo de ese público craso e incapaz de costear motu proprio los productos culturales y, convirtiéndose en árbitro supremo de lo que le conviene a España en materia de arte y cultura, repartir dádivas a diestra y siniestra (sobre todo a siniestra). A eso hemos llegado, como' en Francia: los soñadores de la sociedad perfecta, los dinamiteros que hace treinta años montaban al 'asalto del cielo', ahora, modestamente, sólo aspiran a vivir del presupuesto nacional. Y si alguien -como el fundamentalista que esto escribe- les señala que su razonamiento es antidemocrático y reaccionario hasta la médula, la suya la filosofía del despotismo ilustrado, y que una sociedad de veras libre debe tener el arte y la cultura que los ciudadanos quieran, no la que un puñado de burócratas elige por ellos con el dinero que abusivamente confisca 'al pueblo', aúllan que, si eso llegara a ocurrir, la cultura morirá, se norteamericanizará y la culta Madre Patria descenderá a la barbarie del país de Faulkner, O'Neil, Orson Welles, Gershwin, el Metropolitan, los cien premios Nobel y el MOMA.
Con lo que se hará visible, lo que, burla burlando, el Manual del perfecto idiota latinoamericano... y español pretende mostrar: que, a menudo, detrás de la idiotez política, se agazapa, pura y simplemente, un miedo cerval a asumir con todos sus riesgos la cultura de la libertad.
Copy Right Mario Vargas Llosa, 1996. Copy Right Derechos mundiales de prensa en todas las lenguas reservados a Diario El País, SA, 1996.
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