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El confuso destino de un patrimonio

El anuncio gubernamental de privatizar determinadas compañías y entidades de titularidad pública ha tenido una curiosa e inesperada derivación en el terreno artístico, o, más concretamente, en el del patrimonio artístico adquirido por estas sociedades. Dejando aquí aparte los decisivos aspectos jurídicos de la cuestión, el tema plantea interrogantes culturales de enorme calado.Antes de afrontarlos, conviene saber, en primer lugar, que la mayor parte de las colecciones de arte que poseen en la actualidad estas compañías o entidades de titularidad pública son de muy reciente creación. Existían, desde luego, precedentes, como, por ejemplo, la excelente colección de arte que formó en su momento el Banco Exterior de España, que ha terminado formando parte del grupo Argentaria, pero, insisto, en nuestro país, las compras sistemáticas de arte por parte de empresas, no sólo públicas, data de los últimos 20 años y se ha desarrollado, en parte, como respuesta a la demanda social de mecenazgo, y, en parte, como consecuencia de la constatación internacional de que las obras artísticas podían resultar inversiones rentables también a corto y a medio plazo, sobre todo, a la vista del comportamiento -eufórico del mercado artístico durante los años ochenta.

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Las empresas públicas se resisten a entregar sus colecciones al Estado

En lo que se refiere a la acción llevada a cabo al respecto por las empresas públicas españolas, mi opinión personal es que su motivación fue primordialmente la del mecenazgo y el prestigio socio-político que éste acarreaba. Sea como sea, el hecho con el que nos encontramos es con un patrimonio acumulado de esta naturaleza lo suficientemente considerable como para constituir un problema el saber cuál será su destino, como lo será asimismo el vacío resultante en la demanda causado por la retirada súbita de sus compradores, aunque su daño, en este caso, se limitará al segmento del mercado de arte español actual, que es ciertamente en términos comparativos el más frágil.

En relación con el eventual destino del patrimonio artístico acumulado hasta el momento, hay que señalar que hubo una imprevisión en el origen, sin duda debida a la inexperiencia, que en el futuro conviene corregir. Me refiero al hecho de haberse iniciado esas colecciones sin diseñarse unos estatutos que garantizasen su protección ante cualquier eventualidad. En realidad, ni se hizo esto, ni tampoco, dicho sea de paso, que yo sepa, ningún partido político lo demandó.

Por otra parte, también hay que decirlo, aunque sus consecuencias sean comparativamente menos graves, la mayor parte de estos bienintencionados mecenas optó por formar su colección de manera absolutamente discrecional, sin coordinarse con los museos públicos, ni siquiera, muchas veces, acudir al asesoramiento de especialistas cualificados que indicasen por dónde convenía actuar. Esto último hace que lo atesorado sea de muy desigual calidad o, cuando las piezas adquiridas han sido de valor o interés indudables, que carezcan de la utilidad global que pudieron tener.

En todo caso, me parece necesario, en primer lugar, corregir estos defectos y evitar como sea que este esfuerzo patrimonial se pierda o dilapide; en segundo lugar, si se retira esta demanda del mercado artístico español, debe arbitrarse alguna fórmula alternativa que la sustituya o compense, teniendo además muy en cuenta que la adquisición de obra actual, por naturaleza muy aleatoria, no puede ser asumida por los museos públicos o sólo en una parte insignificante; pero, por encima de todo, en tercero, no se debe acabar con la enfermedad por el procedimiento de matar al paciente, justo en el momento histórico en el que nuestro país empieza a abandonar la tradicional actitud de indolencia e injuria al respecto.

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