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Académica

Una mujer sustituye a otra mujer en la Academia: Ana María Matute en lugar de la desaparecida Carmen Conde. La Academia tiene estas plazas, un poco corporativas, para sentar en su estrado a un obispo, a un militar, a un científico y, desde Carmen Conde, a una mujer (o dos: académica fue Elena Quiroga, también fallecida). No es cosa de discutir tales opciones; la Academia está en su derecho de elegir a quien quiera, incluso -a un dibujante (ya lo tiene en la persona del genial Mingote). Dista de ser una cuota; no tiene por qué serlo.En la tema que se barajó ayer, Matute era, sin duda el nombre más próximo a un entendimiento riguroso de la literatura, pero tampoco habría que haberse rasgado las vestiduras si no hubiera sido ella la elegida y se hubiese impuesto la dramaturgia o el vate que la acompañaban en la elección. Un estilo pompier acuñó en Francia el calificativo de inmortales para los académicos. Pompier, y falaz: la única perennidad literaria la otorga la obra feliz. Lo demás son gacetillas para alimentar un entendimiento burocrático de la literatura. En realidad no hay cuestión que disputar: a quien la Academia se la dé la Academia se la bendiga.

Matute es el primer miembro de la generación del medio siglo en su vertiente narrativa (Aldecoa, Benet, Fernández Santos, Martín. Gaite, Martín-Santos ... ), con la relativa excepción de Luis Goytisolo, que ingresa en la Academia; los poetas (González, Rodríguez) ya lo habían hecho; los académicos rehusaron en su momento inclinarse por la candidatura de otro destacado componente de la generación, el excelente prosista, narrador y poeta José Manuel Caballero Bonald. Muchas escritoras españolas reivindican hoy a Matute como modelo ineludible, como referencia indispensable, aunque lo más sólido de la obra de ésta se escribió hace años: Los Abel, su primera novela, es de 1948, y La torre vigía data de 1971.

Matute fue una novelista muy activa en los primeros tiempos de esta generación -activa y precoz: obtuvo el Premio Planeta en 1954-, cuando se afirmó como su voz femenina, una voz a la que definían la fuerte capacidad para fabular y un universo peculiar (el mundo infantil y adolescente, el cainismo, la dificultad de las relaciones humanas), marcado a menudo por las huellas de la guerra civil. A ésta remiten Los hijos muertos y la trilogía Los mercaderes, de la que forma parte Primera memoria, que pasa por ser su mejor obra. Después se diluyó bastante, muy dedicada a la literatura infantil, aunque últimamente había vuelto a tener más presencia. No ha sido olvidada, como revela esta elección.

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