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Tribuna:CRÓNICAS: JUAN CRUZ
Tribuna
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El espléndido calor

Juan Cruz

El espléndido calor que reinó sobre mi infancia me ha privado de todo resentimiento.Lo dice Albert Camus en el prefacio de El revés y el derecho, el conjunto de ensayos juveniles con el que José María Guelbenzu, abre su edición de las obras completas del escritor argelino que con tan buen tino como sentido de la historia ha sacado a la calle Alianza Editorial.

Hay escritores necesarios, que vuelven siempre como lo que guarda el mar. Camus conserva el misterio conmovedor de su fuerza, y si se hubiera perdido toda su obra, ese espléndido prefacio que ahora resucita sería bastante para trazar el recuerdo de su rostro de escritor severo, serio y profundo, comprometido con los otros y, por tanto, consigo mismo, un individuo abierto como una puerta. Ahí, en esas palabras y en todo el prólogo, hay una reflexión sobre el efecto que la experiencia de la pobreza deja en la dignidad de la gente, el contraste de esa dignidad con la fantochada botarate de la altivez poderosa, y hay también un ejercicio lúcido, atrevido y jugoso, sobre los contornos de la vanidad humana, centrado en la vanidad de los escritores. Como si Camus nunca hubiera dejado de ser el adolescente pensativo al que la enfermedad y la miseria llevan al terreno paradójico del pensamiento y de la duda, salta en este ensayo y en toda su literatura sobre la yugular de lo consabido, y construye, nada más empezar a escribir, un monólogo de numerosas voces: autocrítico, orgulloso, distante, tierno, enriquecedor. Es él y todos sus personajes, es su pasado y es él denuevo ahora mismo, con o si su pensamiento fuera una mano llegando a este tiempo. Brutal y certero, es el hombre asustado por la peste, el periodista ataviado de la incertidumbre y de la rabia que produce la guerra, y también el asesino, perplejo que comprende que, disparando, bajo el espléndido calor, ha destruido el equilibrio del día, el silencio excepcional de una playa donde había sido feliz.

Obras, palabras, expresiones a las que querríamos quitar las comillas, para hacerlas propias, para hacerlas ya vivir con uno, palabras que crecen con el tiempo. Ahora que escribo sobre Camus el avión que transporta va a nueve kilómetros sobre la tierra y aún faltan más de tres horas para que se acabe el Atlántico y este aparato se pose en Nueva York, camino de lugares aún más profundos, En la maleta, como siempre, algún libro de este argelino rabioso, y en medio de las turbulencias, sólo esa frase sobre el calor de la infancia cambia por completo la quietud del viaje, el silencio excepcional que uno vive en el aire. La literatura es más poderosa que el tiempo, y los libros son capaces de detener la experiencia propia para complicarla con la experiencia ajena. La escritura sirve para rascar en la moneda y hacer que suda detrás de lo que dicen otros nuestro propio rostro. Como si la posibilidad de leer fuera también la oportunidad de cambiar, durante horas o acaso para siempre, el presente de nuestro porvenir.

Albert Camus está lleno de esas posibilidades. César Vallejo decía que la gran paradoja de la vida estaba en que después de todo ajetreo podía caer sobre nuestra cabeza el adoquín que ya impedía para siempre el almuerzo. Y esa sola frase poética es tantas veces lo que devuelve el espejo de nuestra memoria literaria cuando nos ve vanidosos o soberbios. La obra de Albert Camus está repleta de tales evidencias. En ese prólogo mínimo, el escritor de El Extranjero alerta sobre la envidia, sobre la impudicia de los autosatisfechos, y sobre la falsa bondad y otros excesos de que es capaz la ausencia de humildad en la vida cotidiana. Como si fuera una frase misteriosa que llevara su propia memoria a la playa de Argel donde en efecto él había sido pobre y feliz, recuerda con la contundencia de martillo que tiene su escritura: "El espléndido calor que reinó sobre mi infancia me ha privado de todo resentimiento" .

Hay palabras que leídas lejos nos llevan al alma.

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