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Voces de otra tumba

Vicente Molina Foix

Un escritor firmaba libros en la feria y tenía una buena cola formada ante su mostrador. Este ensayista y novelista no pertenece a los dos géneros más portentosos de escritores firmantes que conozco: el que insulta a sus rendidos lectores, clavándoles a veces el bolígrafo en la nalga cuando se dan la vuelta, felices con su libro firmado como un rey mago en el momento de la adoración, y el que liga al firmar, poniendo, si le gusta la persona que solicita su firma, el teléfono a continuación. El escritor del que hablo se limitaba a sonreír sin engreimiento, a sentirse tímido y agradecido mientras preguntaba el nombre y estampaba su rúbrica, y de repente llegó ante él una mujer de edad indefinida que le hizo un ruego: "antes de firmar, ¿le importaría ponerse en pie dentro de la caseta?" El firmante es un hombre solícito y así lo hizo. "Ah, pues muchas gracias. Sólo quería ver, después de leerle tanto, cómo era usted de cuerpo entero".¿Estamos tan viciados por la cultura de lo tangible que ya ni la lectura de un buen libro nos basta y pedimos más, la foto del autor, su edad, una respuesta si se le escriben cartas de amor, un CD-Rom adjunto con algún fetiche suyo virtual? Es difícil deshebrar el hilo que une el anhelo de saber de dónde surgen las cosas que amamos y el cotilleo; son constantes las violaciones de lo privado que se producen invocando la famosa frase de Terencio (me refiero al auténtico, al autor latino, no al caricato catalán que usurpa por escrito tan ilustre nombre), "humano soy y nada de los humanos me es ajeno".

Disfruto mucho de la reciente y creciente tendencia a los libros con voz incorporada, que no responde tan sólo, me parece, al ánimo de facilitar el conocimiento de una obra radiándola en el casete del coche o del walkman, para paliar un atasco o 2.000 metros lisos, sino a un rasgo del componente noble de la curiosidad: comprobar que la escritura es un acto de palabra. Dicen que las mujeres aman más que los hombres, no en la cantidad sino en el modo; he oído a más de una declarar lo mucho que la voz del hombre las enamora, más que el cuerpo palpable o el alma improbable. El calor de la voz de un autor vivo amado es cosa que acompaña en momentos de frío o tedio, pero lo milagroso de las tecnologías es que ahora podamos oír la voz de los muertos.

Hace seis años la renovada Residencia de Estudiantes tuvo la iniciativa de reeditar en una hermosa carpeta una selección de las grabaciones que en 1931 realizó el Centro de Estudios Históricos dirigido por Menéndez Pidal, al frente de las cuales estuvo, con la asistencia de la Columbia Gramophone, el gran lingüista Navarro Tomás. En esos discos maravillosos (hoy en vinilo, pronto, es de esperar, en formato compacto) junto al valor de oír a los grandes maestros leyendo textos propios nos sorprende, por ejemplo, el timbre tan moderno de Pío Baroja, la manera de hablar apelmazada del sutil Ortega, el trino de Azorín, lo zopas que era Valle Inclán cuando, en el registro más bello de la colección, interpreta teatralmente Sonata de otoño y de repente rompe la intensidad sublime con un "zuzpiro". El propio Navarro Tomás contó en su día cómo, recelosos del artilugio gramofónico, Azorín y Unamuno rehusaron escucharse a sí mismos, y Juan Ramón, tan suyo siempre, negó que esa suya.

La editorial Visor, de forma más accesible, está sacando en su colección Poesía una serie excelente de libro-discos donde ha publicado dos "antologías personales" en las que Juan Ramón Jiménez y Luis Cernuda recitan sus poemas. Los poetas de la generación del 27 tuvieron fama de ser grandes lectores en público, y en mí experiencia oír a Aleixandre decir sus versos proporcionaba más emociones que las de la gran poesía; uno se daba cuenta de que sólo ciertas modulaciones de la conciencia producen una verdad tan resonante. Cuando en el compacto de Visor captamos el fondo de dulzura del andaluz de Juan Ramón y su cántico con algo de prédica o letanía estamos en la antípoda de cómo dice Cernuda sus poemas: seca, cortadamente, tan desprovisto él de retórica como los propios versos.

No sé si es una fantasía mía de mitómano, pero al oírle en esos discos, al recordar la voz de Aleixandre o la de Felicidad Blanc, no poeta ella misma aunque viuda y madre de Paneros, creo estar viendo la soledad sonora de donde salen, como fantasmas del más allá que no han perdido sosiego en su tumba. Voces de una España que dicen más que los ruidos literarios con los que hoy algunos tratan de apabullarnos.

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