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Como un yogur

Una copia fotográfica es como un yogur. Al igual que este tipo de alimento, su vida está limitada en el tiempo con una fecha de caducidad latente. En el mundo, cada día agoniza un mayor número de instantáneas independientemente de su naturaleza -de aficionados, documentales, ilustración, fotoperiodismo..., etcétera- La mayor o menor pasividad institucional ante el borrado de estos signos de la memoria que son los registros fotográficos constituyen actualmente una de las asignaturas pendientes del medio.El dilema, que es una cuestión vieja, se ha planteado constantemente respecto a quién se le transfiere la facultad de conservar, o si se prefiere la de coleccionar: si al ámbito público o al privado. A principios de la pasada década fui testigo con estupor de cómo, unas goteras deterioraron toda una colección de placas de las principales obras públicas del siglo XIX y unas cajas de copias del seguimiento de la construcción de las barriadas del programa de regiones devastadas emprendido tras la guerra civil por el ministerio del ramo. Ante hechos como éste, que en nuestro país son aun moneda común, cabe traer a colación actitudes ejemplarizantes de coleccionistas privados que han rescatado numerosas piezas clave del arte de este siglo.

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En España, salvo alguna honrosa excepción -como la de Gabriel Cualladó con la donación de su colección particular al Instituto Valenciano de Arte Moderno (IVAM)- resultaría singular encontrarse con personajes como Grabam Nash -el músico de Crosby, Still y Nash-, un auténtico adicto a la colección de fotos que guarda con todos los rigores de las normas museísticas -temperatura, humedad, condiciones de luz- en los sótanos de su granja y que es una de las más importantes colecciones fotográficas de Estados Unidos.

En el contexto de unas reflexiones que titulé El inventario del fetichista advertía de la necesidad urgente de recuperar el patrimonio fotográfico ya que una pasividad ante la pérdida de estas claves visuales que conforman las coordenadas de nuestra historia más directa podría tener unos efectos tan nocivos como la destrucción de un puente romano o el ábside de una catedral. Si cualquier coleccionista es un fetichista estructural, el de fotografías lo es más. Los álbumes de fotos en sí mismos son el inventario de un fetichista, pueden contener imágenes de cualquier cosa: caracolas, retratos, puentes, familias, cordilleras, cebras, estaciones, sanitarios, guerras... etcétera. También un álbum puede ser sólo un gesto, un conjunto indiscriminado de retazos de la memoria individual o colectiva. En dicho texto me refería a Lemagny, donde hablaba de las posibilidades de coleccionar con semejante rigor billetes de metro o latas de cerveza, pero lo que singularizaba el hecho de coleccionar fotografías era el equivalente a un acto de intentar archivar el mundo entero en anaqueles.

En España apenas existe tradición de coleccionar fotos y los escasos archivos que tenemos en las bibliotecas públicas se han formado con las exclusivas reglas del aluvión, originado por una inesperada donación o lo insólito de un hallazgo. Desde el Centro Andaluz de la Fotografía trabajamos en el diseño de un programa informático digitalizado de recuperación, localización y registro de documentos fotográficos relacionados con nuestra región. En Europa son modélicas la colección del Museo L'Elysée de Lausana (Suiza) y los archivos fotográficos de la Dirección del Patrimonio del Ministerio de Cultura y de la Comunicación francés, que datan de 1850.

Esperemos no tener que seguir. manteniendo el consuelo absurdo de que en Inglaterra, en las primeras décadas de este siglo, se construyeron numerosos techos de invernaderos con las mejores placas fotográficas de cristal tomadas en la época victoriana.

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