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'Fringe' en Barcelona

El nivel musical de una ciudad no se mide únicamente por lo que ocurre en sus salas de concierto y teatros. Las manifestaciones callejeras son un síntoma de vitalidad, y así nos hemos rendido de admiración en los viajes al extranjero ante un grupo de cámara en una calle peatonal de Múnich o ante un conjunto de voz y percusión en un barrio periférico de Chicago. Cuando la música sale a la calle en busca de una libertad expresiva es porque sus marcos tradicionales le resultan insuficientes y a veces hasta asfixiantes. Lo vieron claro, por ejemplo, los grupos de teatro catalanes y surgieron propuestas como las de La Fura o Comediants. Los músicos han ido, sin embargo, mucho más a remolque, lo cual no impide escuchar buen jazz o flautas andinas en muchos rincones al estímulo de unas monedas.El Festival de Música Antigua que desde el 17 de abril hasta el próximo 8 de mayo se celebra en Barcelona incorpora por primera vez en sus 19 años de existencia una actividad paralela los fines de semana que responde al nombre inglés Fringe (al margen), tal vez porque con esta denominación se reconocen los 50 años que lleva así funcionando en Edimburgo un festival paralelo al oficial, tal vez porque los organizadores no han encontrado una palabra o expresión en catalán o español más directa y precisa.

El origen del Fringe barcelonés no ha surgido, como en Edimburgo, de unos músicos rebeldes ante unas programaciones que no les incluían, sino que ha partido de una institución, la Fundación La Caixa, canalizadora de una convocatoria a la que han concurrido 36 grupos o solistas. A los 11 supervivientes se les facilita un escenario al aire libre y el alojamiento en la ciudad para que desarrollen su arte. Las plazas y rincones de las actuaciones están en el Barrio Gótico: Archivo de la Corona de Aragón, Patio Llimona, Patio de la Academia de las Buenas Letras, Plaza de San Felipe Neri. Los elegidos para este primer escaparate son mayoritariamente catalanes pero también los hay ingleses y, hasta una fortepianista japonesa de formación holandesa. La calidad interpretativa es, en general, más que notable y roza lo sorprendente en instrumentistas como el artista medieval Javier Sáinz, la pareja de 19 años. Carles Vallés (flauta) y Jordi Armengol (espineta), y coros como el de canto gregoriano del Taller de Estudios Medievales integrado por mujeres y dirigido por Monserrat Oliveras.

Estos jóvenes no consagrados comparten durante tres semanas la música antigua en Barcelona con las figuras del festival oficial, entre las que se encuentra Gustav Leonhardt, Fabio Bionte y Europa Galante, Kuijken y La Petite Bande, Hopkinson Smith, Chiara Banchini, y los estupendos grupos españoles La Colombina y La Romanesca.

El modelo de festival, aunque limitado a la música antigua, mira a Edimburgo como referencia global pero su palpitación hace pensar en Italia. La añorada escritora Monserrat Roig escribió que Barcelona se asemeja a una ciudad italiana variable según las horas, los barrios y los días, pero en cualquier caso participando de Florencia, Trieste, Nápoles, Milán y Roma. La fachada de casas en blanco con balcones semiabiertos que servía de fondo al escenario del Patio Llímona nos llevaba al Trastevere romano, sensación intensificada por ruidos provenientes del exterior -una taladradora mecánica, vuelos de pájaros, niños jugando-, que unían la vida popular y cotidiana a los sonidos exquisitos de un arpa gaélica o irlandesa del XIV y daban al lamento de Tristán o las cantigas de Alfonso X una dimensión humanísinia.

Roma, aunque matizada por un espíritu a lo Amsterdam en un doble sentido: por la belleza de unos instrumentos musicales que evocan los cuadros de Vermeer, con sus mujeres leyendo y escribiendo cartas, pero también tocando el laúd o el virginal; y con el arte joven en la calle, haciendo la ciudad más espontánea. Las vibraciones de Edimburgo, Roma y Amsterdam se superponen estos días en Barcelona. No es cuestión únicamente de música, sino de algo más participativo, sutil, saludable y enriquecedor.

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