Sangre española
Me contaron la anécdota de Federico Trillo. Pasado el 3 de Marzo iba a votarse al nuevo presidente del Congreso, y las voces más preclaras del PSOE se oponían fieramente a que este montaraz, lenguaraz y pertinaz miembro del Opus Dei fuese el elegido. Entonces cogió, Trillo el teléfono y llamó al portavoz socialista: "Oye, ¿pero qué pasa? ¿Tenéis realmente algo serio contra mí?". La anécdota podría ser apócrifa (aunque me consta que no lo es) y aun así estaría bien hallada, pues ilustra la verdad de un comportamiento común entre la clase política: el debate parlamentario, el mitin o la plaza pública son espacios para las descalificaciones más crudas, pero,-, incluso en época electoral las relaciones humanas, el aprecio personal, la convivialidad, se mantienen intactas entre rivales sin que la invectiva pública dañe o tiña la consideración privada.Ahora que tanto se les denigra miro a los políticos y siento una nostalgia de ese doble criterio diferenciador que lejos de ser hipócrita defienda una noble autonomía de esferas que las personas que comparecen de cualquier forma en tribunas abiertas a la mirada y el juicio de los otros deberían siempre practicar. Esta tradición del fair play, que el propio sustantivo inglés play aclara, en su sentido original: de juego o adopción temporal de un papel, se extiende en países más cívicos o menos viscerales a los artistas, esos jugadores de roll natos. No en España.
En España -por una vez no culparemos al franquismo de este mal, que viene de más lejos- la polémica activa, la crítica de las opiniones, el embate a la obra publicada, la severidad y hasta la contundencia respecto al prógimo en cuanto a autor del producto juzgado y no en cuanto compañero de fatigas, suscita de manera irremediable una devolución de improperios, un ataque al hombre, una venganza, un corte de mangas, el fin de una amistad. De Lope y Calderón como contendientes marrulleros sabemos algo, aunque quizá el caso más atrabiliario que conozco en la literatura es el de Luis Cernuda, que ya antes de que el exilio y las calamidades españolas agriaran su carácter, era un poeta muy rencoroso, capaz de ir arrancando por las casas de sus amigos las páginas de libros donde él mismo había dedicado un poema propio, a alguien que ahora le caía mal, por una crítica o una discrepancia.
Hace años, un director de cine amigo mío me retiró el saludo (ya me lo ha devuelto) porque yo le había puesto sólo una estrellita a una obra suya en el cuadro de honor de una revista de cine. La película no me había gustado nada, pero decidí, siendo yo crítico de cine ocasional y no profesional, que no iba a perder amistades por un quítame allá esas estrellas, me borré de la tabla de calificaciones. Más tenebroso es algo más reciente que me ha pasado. Hice en esta misma página, dentro de una columna de tema literario, un aparte llamando vanal e ignorante o quizá sólo sensacionalista a un escritor de mi generación que había menóspreciado groteacamente en una entrevista a Juan Benet y Valle Inclán, de quien llegaba a decir que era "un señor plano completamente". Días después el aludido respondia en una carta al director que, más allá de la escasez dialéctica y el escamoteo de términos a debate, me pareció correcta. Como tal persona era además alguien por quien personalmente he tenido simpatía y cuya obra aun sin admirar la respetaba, creí que ese incidente público se cerraba con ese intercambio de "simpáticos insultos", en palabras de su carta. Qué error el mío.
A falta de una controversia literaria faltaba la venganza personal, atropelladamente metida en cualquier artículo de revista o conferencia -nuestro hombre se atropella por figurar- en los términos habituales del país, la difamación, el ultraje nominal, el chiste ridiculizador, las orejas de burro del patio de colegio. Indicios de que, abstrayendo los particulares del asunto, el universal de nuestra pobre, sanguinaria y tribal cultura sigue donde solía: en el cuerpo a cuerpo del campo del honor más casposo y tridentino, no en el limpio "campo de pluma" de Góngora.
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