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Toda la verdad

Vicente Molina Foix

Se sabe más de Kafka de lo que Kafka supo de sí mismo. El progreso se mide en cantidades informativas, y hoy no es raro que con tal de aspirar a los mejores puestos en la carrera de la información los contendientes practiquen la inquisición. Y esa ansia de fisgarlo todo, que muchos llaman deber informativo, no se detiene en la vida privada o en las finanzas de las estrellas. El artista moderno que más hizo para escapar de la curiosidad ajena, Franz Kafka, es hoy uno de los más investigados, textual y vitalmente. Cuando aún no ha acabado la vasta edición crítica de sus obras que inició hace 13 años la casa Fischer, otra firma alemana emprende el más difícil todavía: una edición histórico-crítica que definitivamente nos restituya lo que Kafka escribió, cómo, dónde, cuándo y con qué mano lo escribió, rechazando las piadosas y a menudo infieles transcripciones que, gracias a su amigo Max Brod, nos han llegado a nosotros.En un texto ahora presentado en nueva forma leemos lo siguiente: "Qué lamentable es mi conocimiento de mí mismo comparado con mi conocimiento de mi cuarto. ¿Por qué? No hay observación del mundo interior como la hay del exterior. La psicología es muy probablemente un antropomorfismo, un mordisquear en los márgenes". Al escribir estas notas en sus cuadernos de formato escolar no imaginaba Kafka que el orden y el, tiempo y hasta la calidad de la tinta empleada serían en la posteridad observados con más detenimiento del que él pudo dedicar a los objetos de su habitación. Quizá la última sofisticación del progreso sea el triunfo de una persecución psicológica no tan interesada en entender el mundo, precedente como en acumular las pruebas de su existencia.

Limitado aún este marcaje en el campo literario a los especialistas y a las publicaciones académicas, no sucede lo mismo en el de la música clásica, donde los estudiosos y promotores depositan en las manos del oyente aficionado el fruto inmediato de sus avances. El uso de los instrumentos originales y las versiones auténticas en la interpretación de la música barroca y medieval empezó a fines de los años sesenta como una tentativa erudita que muchos, sobre todo en Inglaterra, juzgaron fruto perecedero del esnobismo. Hoy, por el contrario, sólo los iletrados y algún esnob muy retorcido se atreverían a escuchar a Bach o Monteverdi, tocados en los tempi o por formaciones orquestales de corte contemporáneo, mientras que el fervor de la autenticidad se extiende por arriba, hasta sobrepasar el romanticismo; un Beethoven o Schubert en sonoridades de época empieza a ser plato frecuente de los menús discográficos, en compacto, claro está, pues ¿quién es el guapo que pueda alimentar una cultura musical dinámica con la materia de los antiguos discos negros?

Todo es tan relativo, sin embargo. Un reciente, exhaustivo y verosímil artículo del dominical del New York Times ponía en letras de molde lo que algunos francotiradores nos vienen susurrando a los crédulos desde hace algún

tiempo: que en la era de la autenticidad y del escrutinio de lo completo, lo riguroso y lo adecuado, el apabullante sonido digital del compact disc es la mayor falsificación de la música tal y como el oído humano la siente, notándose en un examen comparativo con las mejores producciones del disco de vinilo la artificialidad sónica de un producto que debe más al truco de laboratorio que a la inspiración de un momento musical. ¿Será ésta una tesis de excéntricos o el anuncio de un futuro desprovisto, de los abusos de la plena sabiduría psicológica y ecológica? Un futuro que nos obligaría a correr a las tiendas de viejo en busca de aquella limitada verdad anticuada.

Releamos, según queda nuevamente articulada por los eruditos germánicos, esta frase kafkiana: "Hay que prescindir de sí mismo, y sin falsificar este conocimiento uno podría entonces sobrevivir gracias a la consciencia de haberlo descubierto".

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