El desamparo humano
La concesión del Premio Cervantes a Camilo José Cela cierra una larga, engorrosa e inútil polémica: debía haberlo obtenido antes. (Debía, digo, en la medida, siempre relativa que un premio supone). Alcanzado el Nobel en 1989, no declinó Cela aspirar al galardón, como sí lo hicieron, en cambio, Vicente Aleixandre y García Márquez. Pero mejor es así ya que sería pintoresco que la posible llegada de la derecha al Gobierno se vinculara a la concesión del Cervantes al, autor de La familia de Pascual Duarte.De quien lo primero que hay que decir, en esta hora de celebraciones, es algo que algunos se empeñan en olvidar y que la propia espectacularidad del personaje parece a veces diluir, si no borrar: que es un excelente escritor, al que la Academia Sueca no premió en vano. Su obra, sobre todo la narrativa, es, en sus grandes hitos, absolutamente capital para entender lo que ha sido la novela en lengua española de estos últimos 50 años. El Pascual hizo andar a nuestra narrativa después de la Guerra Civil; La colmena puso en marcha el realismo crítico, por más que sólo parcialmente enlazara con esa poética. La primera de estas obras es una narración bronca, de materia ibérica y feroz, una suerte de relato neopicaresco sobre el desvalimiento del individuo, que trasciende su propia dimensión española. Por eso algunos han tratado de relacionarla con El extranjero de Camus, relación imposible en términos genéticos pero verosímil en cuanto a común percepción del mundo. La colmena adapta a nuestra literatura la novela norteamericana de personaje colectivo (Dos Passos) y encierra, en sus tonalidades agridulces, un cuadro perdurable de la ciudad -Madrid- aterrada por la penuria y la represión, circunstancia esta última. que algunos críticos radicales de Cela debieran al menos considerar. Luego, tras el experimento lingüístico de La catira, vino una de las mayores novelas sobre la guerra civil, San Camilo, 1936, que, con su desolado monólogo y sus resonancias surrealistas, fue como el pórtico de la que es para mí la gran aventura narrativa del autor, la que comenzó en los años setenta cuando, jaleado y aplaudido por el Pascual, La colmena, los libros de viaje y otros textos similares, decidió romper con todo eso y, retomando sus orígenes surrealistas (el libro de poemas Pisando la dudosa luz del día, la novela Mirs Caldwell habla con su hijo), se lanzó a un viaje sin retorno por los caminos del experimentalismo y del vanguardismo, a contracorriente en bastantes sentidos de la evolución última de la novela, y elaboró varios textos de absoluta singularidad. El primero, no entendido por la crítica convencional, fue Oficio de tinieblas 5, una meditatio mortis apoteósica. Después llegó Mazurca para dos muertos, polifónico retablo de la venganza y la muerte pautado por un estilo supremo en su música verbal. Siguió luego Cristo versus Arizona, monumento de la plabra y la imaginación y texto que hace risibles la mayoría de las consideraciones teóricas sobre la antinovela: un sermón de oro, un sermón al revés, sobre la inanidad del mundo. Por fin llegó El asesinato del perdedor, alucinado carrusel del desamor y el absurdo. A este ciclo pertenece también La cruz de San Andrés, obra precipitadamente concluida y convincentemente rechazada por los mercados antiliterarios.
Al mejor Cela hay que buscarlo en estos buceos vertiginosos sobre el desamparo humano, sobre la gratuidad del mundo, que se formulan en un castellano magnífico y van bastante más lejos que otras empresas literarias suyas, de raíz o cariz costumbrista.
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