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Tribuna:GATOMAQUIAS
Tribuna
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Beber y vivir

La inercia de dos mil años de cristianismo sigue pesando sobre los modernos Estados laicos y aconfesionales de su área de influencia. Una sombra oscura y penitencial planea sobre estas ex cristianísimas naciones donde se sigue asociando el placer a la culpa. "Todo lo que me gusta es ilegal, es inmoral o engorda" era el pecaminoso estribillo que, parafraseando a Bernard Shaw, cantaban hace no mucho los nuevos flamencos. Todo, hasta el cine, el teatro y los espectáculos que en España pagaban y quizá siguen pagando el llamado impuesto de menores, un tanto por ciento de taquilla, presuntamente destinado a rehabilitar a niños y jóvenes supuestamente corrompidos e incitados a la delincuencia por películas gravemente peligrosas, coristas someramente vestidas y orquestas cuyas sensuales melodías favorecían los pecaminosos escarceos del baile agarrado.Cuando el presupuesto flaquea y al Gobierno de turno no le salen los números, los primeros en pagarlo son siempre los fumadores y los consumidores de bebidas alcohólicas. Entonces los ministros de Economía se visten con severos hábitos monacales o con asépticas batas blancas y ponen el cazo de recaudar mientras predican la vieja monserga de que lo hacen por el bien de nuestros cuerpos y nuestras almas. También sube la gasolina, pero aunque la mortalidad sobre ruedas aumenta con estrépito, el ministro moralizador quizá no se atreve, por no fastidiar a la declinante industria de la automoción, a pregonar el incremento de precio del combustible como medida profiláctica y disuasoria.

Coincide esta vez el anuncio de la benefactora subida de impuestos sobre el alcohol y el tabaco con una celosa cruzada de la policía local madrileña en pubs y discotecas a la caza y captura de menores infiltrados y sorprendidos in fraganti con una bebida alcohólica en la mano. La cerveza, bebida favorita de los adolescentes será la más gravada en el próximo subidón, para reforzar aún más el carácter higiénico y preventivo de la nueva imposición.

Para que nadie les acuse de favoritismos y elitismos, los sabuesos municipales han empezado esta vez por hincar el diente en las más selectas discotecas juveniles de la ciudad, que son a su vez las, que garantizan el pago de multas más suculentas y una mejor imagen publicitaria. No es lo mismo cerrar el discopub Cirrosi's de Costa Polvoranca que clausurar el Archy o el Pachá.

Precisamente, los dueños de discotecas y salas de espectáculo suelen publicar en su revista gremial una lista de los, generalmente pequeños, locales que, según su criterio, incurren en competencia ilegal. Arrogándose la condición de árbitro s exclusivos y justicieros,Ios empresarios piden en su publicación la prohibición de las verbenas públicas, las actuaciones musicales al aire libre y los conciertos organizados por ayuntamientos o instituciones.

Azote de cantautores de pub y taberneros sin licencia, los empresarios madrileños emplean otras páginas en quejarse, y aquí no les falta razón, de la habilidad de los menores en la falsificación de carnes y otras tretas para colarse en los recintos en los que sus mayores se dedican, sin complejos, al trasiego de mejunjes etílicos. Quizá si los cancerberos que prestan servicio a las puertas de estos infiernos de alcohol y decibelio tuvieran parejamente desarrollados los músculos y el cerebro parte del problema se solucionaría por si misma.

No hay venenos sino dosis que decía Paracelso y la fecha que figura en el carné de identidad no es siempre un indicativo fiable. En Estados Unidos, donde el tope de edad para consumir alcohol es mucho más alto, los jóvenes se cuecen en cerveza y bourbon con el placer añadido de la clandestinidad, los adolescentes van armados al instituto y la violencia juvenil alcanza cotas muy superiores a las españolas. En el país del mundo que probablemente albergue más bares por metro cuadrado, convertir el alcohol en fruto prohibido sería una medida rápidamente destinada a convertirse en entelequia. Aquí cualquier mueble-bar casero guarda un surtido muestrario de bebidas y los bebés respiran desde su carrito los vapores etílicos, mientras sus padres los mecen sobre una alfombra de huesos de aceituna y conchas de mejillón; aquí el vino es sacramento, y el brindis imprescindible en cualquier celebración, aquí los alcohólicos anónimos sufren el calvario suplementario de vivir rodeados por un rosario interminable de tabernas.

Los adolescentes, ayer, hoy y mañana, en Namibia, en Pekín y en Badajoz, quieren imitar cuanto antes a los adultos para gozar de sus presuntas prerrogativas. Si sus ritos de iniciación no se celebran comiendo hongos alucinógenos, o cazando leones con lanza sino en bacanales etílicas, es porque sus padres no comen hongos, ni cazan fieras salvajes, pero beben y a menudo cuando rebasan su dosis se envenenan y se ponen violentos como adolescentes o balbuceantes y traviesos como infantes.

Contra tan arraigadas costumbres no valen guardias, ni médicos, ni educadores, ni mucho menos economistas dispuestos a subir las tarifas y reservar los placeres y las enfermedades del alcohol y el tabaco para los ricos. Más que enseñar a no beber, padres bebedores y educadores no abstemios, deberían enseñar a sus retoños y educandos el uso moderado del alcohol, claro que antes tendrían que aprenderlo ellos y predicar con su ejemplo.

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