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La muerte en ese jardín

Vicente Molina Foix

En él la edad no parecía un inconveniente. Ya tenía 89 años aquella mañana del mes de julio en que me recibió con un tequila en la mano ante el mar de Jávea, y con esos mismos años, muchos en el catálogo de la memoria humana, pocos para un vividor tan codicioso de la existencia, tan concupiscente, ha muerto Julio Alejandro junto al mar, su espeso de las grandes ocasiones. La muerte, si no es por accidente o sucede ante nuestros ojos, se presenta como una convención verbal. Por teléfono, en un periódico, en medio de un. encuentro fortuito, alguien nos dice de un ser querido "ha muerto", y en esas dos palabras cada uno de nosotros se ve obligado a comprimir violentamente la historia de su relación con esa persona, abrumados los vivos por la certeza de que a partir de entonces nuestra existencia lleva, junto a las propias, la carga del recuerdo y defensa del muerto. Es la última y más rastrera maldad de la muerte: con un golpe de su famosa hoja afilada hace que el presente se tiña de pasado, y ese forzoso cambio de los tiempos verbales la deja a ella, alimentada por su nueva Víctima, aún más dueña y golosa de nuestro futuro.Yo tenía citas acordadas con Julio Alejandro, y al lamentarme ahora. respondo con egoismo a la privación de su muerte aun sabiendo que mis contrariedades nada son comparadas con la gran cita que él no podrá cumplir consigo mismo: escribir. Las magníficas fotos de Ricardo Martín que ilustraban mi semblanza de Julio Alejandro en la serie La edad de oro (EL PAÍS, 30 de julio 1995), donde el escritor aparecía sentado con su poncho ante una cuartilla, no era un montaje; los 89 años no estorbaban sus proyectos literarios, uno de los cuales, teatral, me explicó a lo largo de delicioso almuerzo que siguió a nuestra entrevista: una obra de corte irracional que tenía de protagonista al arcángel Uriel. También soñaba con hacer novelas, que era el "jardín cerrado" al que las circunstancias le habían impedido llegar. "Me gustaría haber escrito novela ya en México, pero con tantos guiones no tuve tiempo. Y además el permiso de trabajo que me dieron allí era exclusivamente para el cine. Así me caparon".

La castración literaria de Julio Alejandro suena a hipérbole en un hombre tan prolífico, tan expansivo, tan dadivoso de su talento. La muerte, que en España recompensa más que la vida, traerá ahora los redescubrimientos (teatrales, poéticos) y una valoración más precisa y justa de su inmensa labor cinematográfica, que no sólo se limita a los famosos guiones de Viridiana, Nazarín o Tristana, puesto que escribió para el Indio Fernández, Alcoriza, Gavaldón y Arturo Ripstein, entre muchos otros (su ausencia de los diccionarios, que alguien ha lamentado, no es tal: Umbral desde luego no lo saca, no siendo Julio un nombre de su listín telefónico, pero ahí está, bien reciente, su entrada en el magnífico Diccionario de cine español de Augusto Martínez Torres). Respecto a Buñuel, y aun siendo el director aragonés el surrealista programático y el cineasta, las sesiones conjuntas de "escritura automática" que Julio Alejandro contaba, con mucho humor y un gran cariño hacia su amigo, mostraban a un Buñuel celoso de la rapidez con que Julio transcribía las imágenes en el papel, risgando por encima de su hombro y hasta tratando de robárselas. "He tenido siempre una gran capacidad de visualizar; yo cerraba los ojos y no oía nada: veía imágenes".

No acudirá a la cita de Valencia, donde tenía mucho interés en ver a su admirada Ana Belén en La bella Helena, ni hablaremos más de sus máscaras aborígenes (me regaló una, quizá la más hermosa, al despedimos); pero junto a la letra torcida y grandota de su última carta guardo una estampa y una satisfacción. La imagen de su coquetería de anciano de hermosos ojos de agua nublada, penetradores, despiertos, bajo el sombrero de paja y la elegante camisa blanca bordada que llevaba en nuestra salida. La alegría de haber contribuido en el modesto límite de esa doble página de La edad de oro a recordar la presencia viva, plural, de un hombre que no. había perdido la memoria. Antes, un poco antes al menos, de que el habitual coro de plañideros de lo irremediable se pusiese a cantar, a dúo con la muerte, su elogio fúnebre.

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