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Nada quedará

Tal vez nadie se acuerde de una balada, concebida y cantada por el baladista Jerónimo, que llevaba por título Nada quedará. Sí, es probable que nadie se acuerde; porque la gente de mi edad, que podría acordarse, hace tiempo que, en cuanto cesa un rato de recitar los ripios de Roldanero payo o descubre que ha perdido la china, tiene la pertinaz manía de suspirar entre toses: "¡De la memoria, oye, estoy fatal!". Y remata: "¿A que a ti te pasa lo mismo?". Pero que nadie de esa franja en desuso se disponga a sufrir ahora, pues voy a recordarle cómo sonaba aquello: "Ni tu sonrisa, que jugaba con mi voz/ Ni las caricias que soñamos estrenar/ Ni aquella flor que alguna vez te regalé/ Ni la palabra que aromó tu despertar/Nada quedará". Y luego repetía y repetía el apocalíptico mozalbete: "Cuando te hayas ido, todo cambiará". (Me imagino a Anguita y a Aznar ensayando el himno.)En fin, lector paciente, aunque no de Unamuno, que aquí todos venimos de esa nada y hacia ella regresamos. Mas, al igual que todo, la propia nada originaria ya venía, a su vez, de atrás. Tuvo incluso su halo existencialista y el tupé de adentrarse en La náusea -y colar- con un estilo asaz asesino, como ideado con muy mala leche para mandar al paro a Dámaso Alonso, incapaz de sacarle más jugo a esa literatura que así nos golpeaba: "Martes: Nada. Existido.".

La verdad es que daba gusto que Sartre bostezara con hondura, por más que fuese de buen tono poner cara lectora de asco, muy parecida a la que Carrascal nos pone, de madrugada, cuando en televisión tintinea: "Dinero rubio o dinero negro, lo importante es que engorde las cuentas, como diría Felipe González". En España, bastantes años antes de que al baladista Jerónimo le diera por concebir y cantar baladas, tuvimos nuestra desolada ración de nada con las lentísimas angustias de Andrea, aquella sombra vaga de Carmen Laforet, que llegaba a Barcelona sin nada y de allí volvía a irse sin nada. También, puestos así, hay un tenso soneto de Juan Ramón Jiménez que se titula Nada y que tiene un arranque a lomos de un soberbio encabalgamiento: "A tu abandono opongo la elevada/torre de mi divino pensamiento". Después, la nada a la española se deslizó a sus anchas entre preciosismos, vivencias y silencios, quedándose el nihilismo para vestir conceptos o para hacerse cruce s cuando no cae ni gota.

Sin embargo, ya ven, en Colombia, cuajó la nada con ejemplar lujuria. El responsable máximo del radical arraigo fue Gonzalo Arango (1932-1976), fundador del nadaísmo, provocador incansable desde finales de los años 50 y agitador cultural de fino olfato. Con él, que empezó a dar la bronca en Medellín, se fueron identificando numerosos jóvenes nadaístas, que defendían el libertinaje, practicaban el improperio, recitaban poemas coloquiales y sacrílegos, montaban tiberios infernales y consumían mariguana y rock. A Gonzalo Arango, el autor de Obra negra, se le sigue diciendo de todo, como evidencia el último número de la revista colombiana Boletín cultural y bibliográfico. No fue un buen poeta; pero nadie se olvida de sus desplantes: "Pertenezco a la familia de aquellos espíritus que, según Nietzsche, salen en búsqueda de la verdad y regresan enarbolando la túnica de la mujer". Pregonaba lo solidario; pero sabía entrenarse, puesto que él lo dejaba todo, "desde Adán hasta Marx", por meterse con su amante en un cine a ver una película de vaqueros. Pese a ser un entrevistador injurioso para el entrevistado, la flor y nata suspiraba por pasar un mal rato. Conoció la cárcel y cantó a los criminales. Y el meollo de todo aquel estrépito, que hoy en Colombia se recuerda con fascinación y cansancio, albergaba bondades tales como el vómito, la concupiscencia del estiércol, la infamia de la belleza y la exaltación de la iniquidad humana.

En las discusiones actuales que mantienen los escritores colombianos sobre la figura de Arango, sale a menudo a relucir aquel acto de 1968 al que fue invitado para que pronunciase un discurso poético. Era el bautismo del Gloria, buque escuela de la Armada Nacional, ante la mirada y la oreja, presidenciales, de Carlos Lleras Restrepo.

Y es que hubo un tiempo, en suma, en que los colombianos y hasta los españoles pensamos que la escritura juvenil de la nada no iba a acabar en labios (eso sí, sin bigote ni barba) de un baladista llamado Jerónimo.

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