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Cuba, Castro y España

El hundimiento de los regímenes comunistas europeos y la implosión y desaparición de la Unión Soviética, en cuya órbita -tan ajena y distante en todos los sentidos para Cuba- se había Castro inscrito a principios de los sesenta, le dejaron repentinamente sin socios ni aliados en quienes apoyarse, y a Cuba sola y a la deriva cual planeta errático en el espacio exterior. Para sobrevivir tendría Castro, en consecuencia, que adaptarse con rapidez al nuevo contexto internacional, reforzando y ampliando cuanto pudiera sus relaciones con los Estados más capaces de prestarle ayuda política y económica -los de la comunidad iberoamericana, de la Unión Europea y Canadá-, al no ser pensable normalizar su relación con Estados Unidos.Cuba aparecía, por tanto, abocada a reinsertarse en su espacio natural, lo que comportaba la necesidad de armonizar su régimen con los valores y esquemas políticos fundamentales vigentes en ese espacio -democracia, Estado de derecho y economía de mercado- y, por tanto, la de ir introduciendo cambios sustanciales en materia de derechos humanos, libertades civiles y organización, económica.

El pueblo cubano -por tantas razones admirable- llevaba ya por entonces demasiados años sufriendo no sólo de graves carencias políticas, sino también de condiciones de vida muy duras y cada vez peores. Necesitaba por ello esa reinserción, que desea fervientemente que sea llevada a cabo de forma pacífica y rápida, con salvaguardia desde luego de la independencia y soberanía nacionales y de los logros innegables del castrismo en educación y sanidad, gravemente degradados hoy día por la profundidad de su quiebra financiera. Esa reinserción era y sigue siendo anhelada por el pueblo cubano porque supone en último término el final de la dictadura que viene soportando desde 1959 y la recuperación por tanto de su soberanía y de su libertad. Y sería sumamente importante que se hiciera en paz, ahorrando al país la gran violencia que cabe temer como causa o consecuencia del final del régimen. El nuevo contexto iba en todo caso a someter a dura prueba sus capacidades de resistencia y aguante y las de maniobra y adaptación de Fidel Castro.

A finales de la primavera de 1993 la situación para Castro parecía desesperada, con el país en ruina física, económica, política, moral y hasta de esperanza. Cuba estaba endeudada, sin crédito ni reservas de divisas, sin reservas de alimentos y energía y con su aparato productivo paralizado de hecho por las rigideces e ineficiencias del sistema de planificación centralizada, la carencia de los insumos necesarios para un normal funcionamiento y la falta de libertad y de incentivos para los agentes económicos. Ante la degradación galopante de la situación económica y social del país -con una alarmante epidemia de neuritis óptica que sacó a la luz pública lo dramático de las carencias alimentarias y asistenciales que sufría la población-, Castro tuvo que pedir ayuda internacional y pareció que esa vez no le quedaba más remedio que ponerse -como se le recomendaría insistentemente desde fuera- a la cabeza de un proceso decidido de cambio hacia la racionalidad económica, la libertad y la democracia o tratar de retardar como pudiera una ruptura con su régimen, que sería a buen seguro traumática para el país pero fatal sin duda para él.

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La más elemental prudencia aconsejaba, pues, soltar lastre para evitar que el descontento e irritación populares, profundos y apreciables por doquier, pudieran conducir a un estallido de violencia de consecuencias incalculables. De ahí que Castro, empujado por las circunstancias y presionado al respecto en la cumbre de Bahía por el presidente González y otros líderes políticos iberoamericanos, se mostraba por primera vez dispuesto a escuchar consejos y a afrontar la necesidad de cambios.

Tal como se veía en España la situación cubana, lo explosivo de la misma la hacía particularmente propicia para intentar persuadir a Castro de lo indispensable de poner en marcha sin demora una dinámica de cambio ordenado, pacífico, hacia la democracia para ahorrar a Cuba el serio peligro de una transición violenta al poscastrismo, que es algo que ineludiblemente habrá de llegar. Se trataría con ello de cumplir con un deber de solidaridad, a la vez moral y político, para con el pueblo de Cuba -que es visto en España con ojos fraternales- y había en consecuencia que intentarlo con independencia del grado de duda o confianza que pudiera albergarse sobre las posibilidades reales de éxito de ese empeño. Por esa razón, y con ese propósito, el Gobierno español ofreció a Castro ayuda humanitaria, económica y diplomática, así como el asesoramiento técnico de un selecto grupo de expertos, dirigido por Carlos Solchaga, que realizaría una excelente labor de información y orientación.

Había, eso sí, que ver el eco verdadero en Castro de esa bienintencionada y generosa actitud del Gobierno español, pues pretendiendo prestar un servicio al pueblo cubano beneficiaba de entrada directa e inmediatamente a su comandante en jefe al proporcionarle un respiro, en su momento de mayor agobio. Indispensable sería por tanto comprobar si el presidente cubano estaba dispuesto efectivamente a seguir el camino aconsejado -o por lo menos a flexibilizar apreciablemente su régimen- o si sólo trataba de maniobrar y ganar tiempo para superar una coyuntura adversa. Y habría necesariamente que hacerlo a efectos de mantener o revisar por nuestra parte el apoyo a Castro en función de su actitud.

Lo cierto es que no tardarían en aparecer los primeros síntomas de que las cosas no iban a ir por donde se deseaba. Pronto quedó claro que, como era de suponer, para Castro el elemento decisivo en las decisiones a tornar era siempre asegurar su mantenimiento en el poder. Se vería, asimismo, enseguida que su decisión de encabezar el proceso de reforma no obedecía al deseo de impulsarlo y garantizar su progreso -como era de desear y se quería creer y hacer creer-, sino, por el contrario, al de limitar su alcance y ralentizarlo.

Por esa razón lo redujo desde el principio estrictamente a lo económico -descartando él mismo reiteradamente toda medida de liberalización política-, lo viene instrumentando lo más lentamente que se lo permiten las circunstancias, para evitar el riesgo de que tome cuerpo o velocidad y pueda escapar a su control, y reforzó el de la población y el clima intimidatorio y represivo hasta tal punto que acabó provocando ocupaciones de embajadas en búsqueda de asilo (entre ellas en la de España), los disturbios del 5 de agosto y la espectacular y sumamente trágica crisis de los balseros, una de las más tristes páginas de la historia de Cuba.

Dos notas merecen destacarse a este respecto. Por un lado, que el proceso de reformas en Cuba es algo no deseado por el presidente Castro, sino que le viene impuesto cada vez con mayor fuerza por el peso abrumador de una realidad insoslayable, de bancarrota del Estado y hundimiento del país, que tiene ya una dinámica propia e imparable. Por otro, la confirmación expresada el pasado noviembre por el vicepresidente Lage a una autoridad española en visita oficial a La Habana de algo que, por lo demás, era meridianamente claro para todo aquel que rehusara cerrar los ojos a la realidad, que "el objetivo del proceso de reforma no es la transformación del sistema, sino su consolidación".

Esas palabras, corroboradas por los hechos, reconocían algo crucial e imposible de ignorar: que la finalidad fundamental de las reformas no es rescatar a Cuba de la postración a la qué se la ha llevado y hacer de ella un país vivible para sus ciudadanos. El objetivo es consolidar la causa misma de sus males, la que ha empujado al exilio a más de 1,5 millones de cubanos y decidido el pasado verano a otros más de 30.000 a lanzarse al mar, desesperados, en busca de una libertad y unos horizontes que intuyen imposibles de alcanzar en Cuba mientras Castro siga en el poder. Y denotaban además esas palabras, por si fuera poco, la confianza de Castro en seguir contando, a pesar de todo, con pleno apoyo del Gobierno español, como si no perjudicara gravemente a la imagen, prestigio e intereses de España en Cuba que ese apoyo -carente ya de relación con el noble propósito que lo determinó y legitimaba- pueda motivadamente ser visto por el pueblo cubano como connivencia con la tiranía que le oprime.

Creo por lo dicho que la actitud del Gobierno español con Castro hace tiempo que reclama revisión. Pero no se ha hecho y, lo que es peor -por razones difíciles de entender y en todo caso no explicadas pero que debieran serlo-, se ha descartado oficialmente la intención de hacerlo.

Juan Antonio San Gil es diplomático y ex embajador en Cuba.

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