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El aire del tiempo

Juan Cruz

Cumplió 89 años esta semana y aún se tiene la impresión de que jamás ha sido doblado por el aire del tiempo. Cuando uno le ve, después de los viajes grandes y chiquitos a los que somete su cuerpo enjuto y decidido de granadino de todas partes, espera (o teme) hallar en él alguna de las huellas del desfallecimiento, y así, cuando aproxima su legendaria fragilidad sonriente, uno le toca en los brazos, en el intento habitual de los que saludamos con las manos, para ver si de veras es tan recio o ya cayó baJo, el vendaval de los días. Y no: está como se fue, duro como una piedra, tomando cerveza para empezar a comer, y luego vino, y después whisky, y después lo que el tiempo disponga que tenga que ser.Una vez sola su naturaleza sucumbió bajo la enfermedad; y acaso fue entonces la actitud inconforme de su propio cuerpo con el éxito la que se revelé y le hizo postrarse para disimular su, cabreo histérico con las formas. Fue en 1991, cuando a este: miembro del cuerpo jurídico de las Cortes de la República, exiliado en las fronteras de todas partes, tardío. asistente a las sesiones vespertinas de la Academia Española, joven descubridor de Julio Cortázar y referencia habitual de los jóvenes que hoy le doblan al revés su edad, le dieron la noticia de que le habían concedido el Premio Cervantes, y fue en la UVI de un hospital de Nueva Yo . El entonces ministro de Cultura, Jordi Solé Tura, quiso cumplir adecuadamente el rito de decirle al ganador que ese jurado tan persistente le había dado el premio principal de las letras españolas. Las enfermeras americanas no sabían palabras para disuadir al, ministro, y finalmente despertaron al ganador de un sueño peligroso, y tan fronterizo, que casi le lleva al otro barrio en las manos inmisericordes de la que pudo ser su última neumonía.-Ah, el Cervantes, qué lata, debió decir con esa voz ladeada de granadino vertical y desdeñoso con sus propios triunfos, para dormir inmediatamente después, otra vez, desde el otro lado como si en efecto la llamada telefónica hubiera sido la pesadilla central de aquella UVI. Luego fue despertando como los adolescentes, y ante el asombro de los que no le conocían, resucitó al enésimo día para recuperarse y volver a España a indignarse ante el espejo que fabricó este país con los detritus de la dictadura, simulando además -este país- que había cerrado con llave maestra los efluvios de aquella ignominia. Ya aquí fue de nuevo el paseante de las calles solitarias, el memorialista despiadado ante su propia historia y el escritor irónico que desde, la prensa, desde los libros y desde el recuerdo, y también desde la tertulia leve de su casa iluminada, allí donde Tierno Galván conspiró a placer, ha hecho de la vida un personaje literario. Ahora, cuando se le ve a los 89 años, y cuando se le oye romper con estrépito los tópicos andantes, incluidos los de la edad, uno piensa si no será que ese ejercicio mental que le mantiene libre es el que hace que jamás parezca de sus años el escritor Francisco Ayala.

(Ese perfil queda escrito cuando en París, al lado de la Sala Lafontaine, conviven Juan Benet, Francisco de Goya, y otros fabulistas extraordinarios. Se celebra el Salón del Libro de París. Acuden nuevos y viejos autores españoles. Antes de su celebración hubo no sé qué polémica sobre las listas de los que acudían. El aire del tiempo -que es una invención francesa- lo pone todo en su sitio, y lo que antes eran gritos desaforados sobre los que iban o venían a este encuentro se han ido difuminando como si jamás hubieran sucedido antes. Aparte de la gente sabia, el tiempo es el único que conoce que al final de todo el griterío lo que le queda a la literatura es el silencio en el que algunos privilegiados hallan la felicidad, el olvido o la memoria personal, la única que subsiste, no sólo en los libros, sino en la memoria de los que recuerdan los libros).

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