La dignidad humana
Tengo ante mí su último libro editado en España: una antología poética bilingüe, La paz posible es no tener ninguna (Ediciones Amarú. Salamanca), un puñado de versos estremecedores agrupados bajo un lema bien torguiano. El último poema está tomado de la última pagina del volumen XVI del Diario y se titula Réquiem por mí. El anciano, lúcido y enfermo escritor veía acercarse su fin, "inválido de cuerpo/ y lisiado de alma". Pero cuánta energía en ese libro final, cuánto esplendor de escritura fatal y necesaria, de luminosa obstinación en defensa de todo lo que amó y sintió hermoso y duradero en la lucha por la dignidad de los hombres.Ese volumen último del Diario es un texto ineludible, que nació marcado por. una sombría y, a su manera, bella condición cuasi póstuma: "Roído de dolores", humillado por la vejez y por la enfennedad, aterrado en las noches del hospital, "ronco del canto y cansado del esfuerzo" el magnífico anciano se revolvía contra la estupidez y, habitado por una lucidez incesante, se reprochaba no haber estado a la altura que la vida demanda, no haberla aprovechado de modo suficiente.
Iridividualista, hostil a los tópicos y al unanimismo de los mediocres acuñaba sentencias que ahora suenan como monedas de oro: "Ser idéntico en todos los momentos y situaciones. Negarse a ver el mundo por los ojos de los otros y no pactar nunca con el lugar común". Por eso confiaba en el juicio de la posteridad: "De algo"', escribía, "me han de valer las cicatrices de defensor incansable del amor, de la verdad y de la libertad, una tríada bendita que justifica el paso de cualquier hombre por este mundo".
Seguro que ese juicio ha de serle favorable. Los 16 volúmenes del Diario son un monumento a la dignidad humana y al fervor irreductible con que un hombre sabe decir sí o no según sus convicciones y sólo según ellas. Pensamiento, sentimiento y escritura se imbrican ahí con tenacidad y potencia de primera línea. Miguel Torga ha muerto cuando era más actual que nunca. Quebrados los dogmatismos, arruinadas las grandes e inútiles empresas de salvación colectiva, queda la voz de estos escritores empeñados en defender a ultranza lo mejor de los hombres. Torga pertenecía a esa raza de testigos insob0niables de su tiempo, que fue también la raza de Camus o de Thomas Bernhard. Corno ellos, nunca subordinó las necesidades estéticas a la eficacia de los mensajes. Ahí está la difícil raigal belleza de los Cuentos de la montaña, de Rua, de Piedras labradas. Ahí está la escritura múltiple, hiriente y misericordiosa de La creación del mundo. Y ahí está, en fin, la dicción despojada y poderosa de su poesía.
Nos amaba; leía y admiraba a nuestros escritores cenitales; el castellanismo le inspiraba aversión, pero no la proteica realidad peninsular. Así lo dejó dicho en los Poemas ibéricos.
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