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España año cero

Esta semana se inaugura en París una exposición dedicada a la fotografía de la movida madrileña. Las imágenes de Alberto García Alix, Ouka Lele, Miguel Trillo o Pablo Pérez Mínguez son la historia de un espejismo. Aquellos años en los que los españoles creímos que todo era posible se han desvanecido para dar paso a otra realidad: España es un país pobretón, donde conviven las acampadas del 0,7 con los mendigos que se arrastran por las calles y las comedias de Almodévar con las astracanadas de El sexólogo. Diez años más tarde, sabemos que aquella movida alegre y confiada fue un juego de colegiales que acababan de descubrir el mundo y que el único rastro que ha dejado es una magnífica imagen de marca, lista para ser manipulada por los expertos del marketing.

No hay nada más. El rastro de los años ochenta se ha perdido entre la crisis y la realidad. Por eso, aquel Madrid glorioso, al que Tierno Galván tenía la osadía de proclamar Capital Cultural de Europa mientras se paseaba de la mano de Sarita Montiel, y que llegó a simbolizar a la nueva España, es hoy solamente un espectro sucio y desmoralizado. La explosión de libertad y los años del dinero fácil han dado paso a las galerías de arte vacías, a los cines de rebajas, a las goteras del Prado, a las discotecas de la tarde del domingo, a los créditos hipotecarios y a la telebasura.

Fue un país de mentira, repleto de diseñadores de la nada y de paquetes de lujo que solamente encerraban las ganas de vivir. Una España que de la noche a la mañana renegó de su vieja imagen a lo Zuloaga y se disfrazó con los colores del más rabioso pop; que dejó de hacer el cine de la guerra y empezó a retratar a los nuevos ministros socialistas; que dio paso (a duras penas, todo hay que decirlo) a una nueva generación de escritores dispuestos a arrinconar a las viejas glorias nacionales; que se cambié la bata de cola por los pantalones de cuero en los escenarios de más éxito; que bebió y se drogó y se rió como nunca antes lo había hecho; que se creyó mil fábulas contadas a media luz y empezo a comprarse revistas en inglés en una enloquecida carrera para ser los más modernos.

Diez años después, la movida es pura arqueología y solamente fuera de España se sienten atraídos por el cliché de aquella realidad que todavía piensan está viva. No hay nostalgia. La movida fue un guateque celebrado con permiso de papá y mamá. Un experimento de falsa creatividad. Una juerga colectiva que creó la imagen de un país desbordado tras la muerte de la dictadura. Un batallón de gente más lista que inteligente que salvo contadas excepciones ya sabemos que van a pasar a la historia como un grupo de pinchadiscos con buen humor.

Al filo de 1995 todo ha vuelto a su ser. A la ministra Inás moderna de la historia, de España le ha tocado encabezar la reacción. Vivimos un tiempo en el que el debate cultural está simbolizado por el toro de Osborne, los homenajes a Lola Flores, las chapuzas de los premios literarios, la vuelta a la grandeza del arte nacional proclamada desde el Museo Reina Sofía, los melodramas de monjas y niñas huerfanitas comp¡tiendo por los Oscar, los llamamientos de la Academia ante los peligros que acechan al idioma. El país más moderno y más abierto del mundo ha decidido volver la vista atrás y otra vez anda buscando los valores inquebrantables de lo eterno.

Perezosos y arbitrarios, los españoles vivimos con intensidad los ciclos de nuestra propia historia. Los años ochenta han dado la alternativa, otra vez, a la España de la pandereta y los partidos de fútbol por televisión. Las viejas esencias nacionales salen otra vez de las catacumbas. Por eso, todavía resulta más ridículo que mientras al otro lado de los Pirineos se reinaugura la movida, aquí andemos tan preocupados con la boda de Ortega Cano y Rocío Jurado.

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