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Una reforma imprescindible

El Senado acaba de exigir al Gobierno la reforma del vigente reglamento taurino en tres de los artículos más dañinos que haya conocido la fiesta de los toros en su historia, y éste es un primer paso, probablemente decisivo, para la regeneración del espectáculo, que se encuentra en un nivel de degradación que no se hubiese podido imaginar hace algunos años.Los tres artículos se refieren a los cauces para la comisión de los fraudes desde la impunidad que había abierto dicha disposición (conocida como reglamento Corcuera) y afectan a las garantías de integridad de las reses de lidia.

Uno de ellos autoriza a los ganaderos a arreglar las astas que los toros se hubiesen deteriorado en el campo, sin especificar el carácter de la lesión ni la envergadura del arreglo ni cómo se ha de inmovilizar al animal para la manipulación. De donde semejante arreglo lo mismo podría consistir en atar o drogar al toro y luego suprimir unas astillas que afilar un cuerno partido o cercenar un palmo de otro íntegro, darle escofina y aducir que estaba deteriorado.

El segundo artículo que el Senado exige suprimir permite la lidia de toros dictaminados por los veterinarios como sospechosos de manipulación fraudulenta, siempre que el ganadero acepte su responsabilidad en el supuesto de que, los ulteriores análisis de astas. den positivo. Aparte el carácter surrealista de esta norma -el ganadero manifiesta en el mismo acto que el toro no fue manipulado y acepta su responsabilidad si se demuestra que se manipuló-, la aprobación de esos toros ya presupone el fraude -un engaño al público en toda regla-, y además el complicado sistema de contenedores, transporte, análisis, Julcio contradictorio, recursos, hacen remota e inviable la hipotética sanción al ganadero por afeitado.

El tercer artículo parece concebido como un empeño del legisla-' dor en añadir trabas a la erradicación del fraude: los dictámenes de los veterinarios en el reconocimiento del ganado no son vinculantes, y se concede al presidente del festejo la facultad de decidir si los toros son aptos para la lidia. Y así ha venido siendo frecuente en la plazas de todas las categorías que, tras dictaminar los veterinarios la presunción de afeitado de toda la corrida, la aprobaban íntegra los presidentes.

Hay otras innovaciones, disparatadas del reglamento Corcuera, como las atribuciones que se conceden al ganadero y a los representantes de los toreros para asistir a los reconocimientos -y dar su opinión, que el presidente debe escuchar- cuando es aquélla una tarea pericial y forense que debe realizarse con seriedad, con tranquilidad y exclusivamente en el ámbito profesional de los facultativos.

La consecuencia de todo esto ha sido la generalización del afeitado en las tres últimas temporadas -las que lleva vigente el reglamento-, unida a la invalidez absoluta de las reses, que no tiene explicación posible. Las autoridades sanitarias no han advertido que la ganadería de bravo española padezca patología alguna -lo que habría sido gravísimo, pues las carnes de los toros se destinan al consumo humano-, y sólo cabe suponer que se están administrando a las reses sustancias debilitantes o modificadoras de su comportamiento.

Que los toros de las corridas importantes no sean casi nunca astifinos, que rueden por la arena en cuanto salen por los chiqueros y las figuras alcancen el centenar de actuaciones sin que ocurra nada y uno de ellos hasta se permita subirse a caballo encima de un toro sin que el pobre animal tenga reacción alguna, son indicios suficientemente llamativos del fraude que se está cometiendo en la fiesta. Y todo ello sin que intervenga para nada la autoridad, cuya incuria, reflejada en la connivencia con los taurinos de muchos presidentes, es sencillamente escandalosa.

La mayoría de los taurinos influyentes -ganaderos, empresarios, apoderados, toreros- han estado manejando la fiesta a su antojo, mas temían que en cualquier momento podía llegar un político con sentido común, y conseguir que se derogaran los artículos propiciatorios del fraude. Es lo que hizo el miércoles el senador Arévalo en la Cámara alta. Pero aún temen algo peor: que llegue un ministro de Justicia e Interior, meta en cintura a los representantes de la autoridad deshonestos y ponga coto a todos los desmanes. Por eso su lucha ahora es conseguir un estatuto, de autorregialación -es decir, ser ellos mismos quienes vigilen el entrarnado- o que la fiesta de toros pase al Ministerio de Cultura, donde no hay estructura, ni experiencia, ni funcionarios especializados en estas tareas. Emplean una argumentación tan peregrina como ellos mismos y tan falaz como sus procedimientos: "¿Somos acaso delincuentes para que nos vigile la policía?". La presunción cae por su propio peso. Los automovilistas no nos consideramos delincuentes porque el tráfico lo regule Interior. Mientras cumplamos las normas, no hay problema alguno. Lo mismo en el mundo taurino.

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