Fundido en rojo
El cineasta Krysztof Kieslowski, un completo desconocido hace seis o siete años y hoy una de las celebridades mayores del cine europeo afirmó sin solemnidad, que se iba, que dejaba este tumulto una vez acabados sus Tres colores. Lo dijo en Venecia hace ahora un año; lo repitió en Valladolid hace ahora 10 meses, y lo reiteró en Cannes hace ahora cuatro meses. Nadie le creyó en ninguna de las tres ocasiones.Ciertamente, no es creíble que un navegante trotamundos, y no obstante sedentario, que a causa de esa paradoja íntima parece un personaje escapado de una novela de su casi paisano Joseph Conrad abandone el barco precisamente cuando hay calma en la mar y el viento le es favorable. No es creíble, pero es inquietantemente verosímil si se mira esquinadamente, por detrás de lo que encubre esta decisión irónica y solapadamente suicida. Todo acto o voz suicida crea estupor, incluso cuando nada hay más coherente en un poeta del silencio que callarse.
Lo que ocurre ante este increíble verosímil anuncio del cineasta es que no hay ninguna gana de que se cumpla. Se quiere que siga callado, pero que continúe convirtiendo en elocuencia ese su callar. Hay en la mirada azul y temible de este predicador algo que no abunda en los brillos de las lentejuelas: un destello de esa penetrante y desazonadora convicción que sólo es posible en quienes son dueños de la paradoja del incrédulo con fe o, con mayor dureza en los términos, del creyente ateo.
Para colmo, estamos ante un triunfador polaco, lo que es otro estrato del subsuelo de esa misma paradoja, pues la trágica Polonia encarna como ningún otro país norteño la metáfora con que William Faulkner contagió de melancolía a la idea de sur en cuanto sinónimo de fracaso y de derrota. Y es este aroma de triunfo lo que no se digiere combinado con el sabor suicida de la ironía de un incrédulo polaco que, consecuente con su fe, comienza por no creer que lo que hace sea necesario seguir haciéndolo.
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