Las uvas de Languedoc
Los vendimiadores españoles vuelven a Francia por cien mil pesetas y veinte peonadas
Nadie esperaba realmente que funcionara el despertador -un armatoste de diseño pretecnológico adquirido en un todo a veinte duros, pero que no valía tanto- y eso es exactamente lo que ha hecho el cacharro: no funcionar, ni por asomo. Ni falta que le hacía a María Lobatón, que la mujer es un nervio y duerme a cierra ojos, y una espuela interior la desvela en cuanto despunta el alba.Son las seis y media de la mañana. María se arrebuja en su zamarra y se asoma a la puerta. Lo que ve son los campos de Beaufort, en el bajo Languedoc francés. Viñas verdes, una tras otra en fila, junto a la cuneta y sobre las laderas, hasta donde alcanza la vista. El cielo es un nubarrón negro. "Va a llover", musita la mujer, "empezarnos bien el primer día de vendimia".
María Lobatón vuelve a entrar en la casa para despertar a los demás. A su hermano Toni, que con sólo 24 años lleva media vida alternando la recogida del espárrago con la barra de una taberna; a su cuñada Ángeles, que ha dejado en el pueblo al marido y al crío y se ha venido a vendimiar "para relajarse"; a Juan Romero, campesino y flamencólogo, y al niño Manuel. Los cinco vienen de Los Corrales, un pueblo de Sevilla, y María los espabila a todos, que para eso es la manijera.
"Mi hermana María es la manijera: la que dice ale y arrea a todo el mundo", explicaba Toni un par de días antes en el autobús, tirando chupitos de chinchón para empujar los kilómetros. Más de 70 jornaleros se apiñaban en ese coche, procedentes de Los Corrales, Martín de la Jara y otros pueblos de Sevilla, de Córdoba y de Jaén. Los autobuses los contrata todos los años por estas fechas la Oficina de Migraciones Internacionales, un organismo sernioficial con sede en Irún, para llevar a Francia a los vendimiadores españoles.
"En nuestra tierra no hay trabajo, ni lo habrá nunca", decía José Heredia, el pasajero más viejo a sus 60 años. Heredia es veterano de la migración, y fundador de una estirpe. Su mujer le acompaña a Languedoc desde hace 23 años, su hijo desde hace 12, y la novia de su hijo desde hace tres. "Siempre estamos esmigaos", se lamentaba Heredia, "siempre para arriba y para abajo".
Esmigaos. Tiene su enjundia que la agricultura, origen de los primeros asentamientos humanos, no deje ahora parar quieto a nadie y sea la vanguardia de la traída y llevada movilidad laboral. Un jornalero sevillano puede pasarse de febrero a mayo en Navarra, recogiendo y enlatando espárragos, tres semanas de septiembre en la vendimia francesa y otras tres vareando aceitunas en los campos de Jaén. Si logra con todo ello sumar 60 peonadas, podrá cobrar el desempleo rural: unas 35.000 pesetas al mes, durante el resto del año.
"Si ha llovido, cuando volvamos de Francia habrá verdeo", decía Miguel Chincoa, echando un pitillo en el asiento de al lado del conductor. Verdeo, se llama la colecta de la aceituna para comer. "Vamos a la zona de Narbona", decía Chincoa, "vamos, si es que este trasto llega alguna vez".
El trasto acabó llegando a la estación de Lézignan, no lejos de Narbona; al amanecer del domingo. Los patronos recogieron allí a sus cuadrillas y se las llevaron en viejos Renault desgarbados, coches de campo acostumbrados a pisar canteros y témpanos terreros. El patrón de los Lobatones, Antonin Saunter, se los llevó a Beaufort en una furgoneta. Saunter es un hombre afable, al que la edad se le ha perdido entre los pliegues nítidos de la piel. "La casa está a medio arreglar", explicaba mientras conducía. "Mucho calor: la uva ha madurado antes de lo previsto".
Con el alojamiento, Dios reparte suerte sin mucha equidad. "Lo peor suelen ser las duchas", explicaba el día antes uno de los pasajeros del autobús. "El año pasado tuvimos que duchamos con una regadera, poniendo dos tablas encima de lo de hacer de vientre, que un día se me coló un pie entre las tablas y me hice polvo el talón". La cuadrilla de Beaufort es más afortunada. Tienen un salón-cocina con un sofá desplegable y una alcoba con una cama grande y otra pequeña. En el cuarto de baño no impera el más ambrosiaco de los aromas, pero tiene una ducha. Nada más llegar, y siempre bajo el acicate de María la manijera, los lobatones trapearon, escarolaron y escamondaron suelos, cacharros y alacenas y, cuando todo estaba como un oro, colocaron sus cosas en anaqueles y estantes.
Eso era ayer. Ahora, María está preparando tostadas con tulipán, descafeinados instantáneos, carajillos de café con chinchón y un vaso de leche para el niño Manuel. La manijera, que fue unos años cocinera en un restaurante de Tarragona, también ha dejado preparadas unas lentejas con chorizo y un estofado para el almuerzo. No para, esta mujer. "Yo a estas horas no puedo comer na", protesta Toni, y se sirve un vino del garrafón. Saunter viene a buscarlos a las siete y cuarto, y los mete a todos en el remolque del tractor. Las viñas están a un par de kilómetros. Tras las casi 28 horas de autobús de Los Corrales a Lézignan, los Lobatones van en el tractor suaves como por viña vendimiada, que se dice.
Manos a la obra. María, Ángeles, Juan Romero, el niño Manuel y el propio Saunter avanzan por las filas de vides, doblan el lomo, pasan la mano izquierda enguantada por debajo del racimo -"como cogiendo una teta", les había adoctrinado la manijera- y lo cortan con las tenacillas para echarlo a su cubo. Cuando hay tres o cuatro cubos, los vierten en la hotte, un capacho que Toni lleva amarrado a la espalda como una mochila. Toni se acerca al tractor, sube una escalerilla y vuelca el contenido de la hotte en el remolque, por un lado de su cabeza. Y vuelta.
A las nueve de la mañana los nubarrones se han disipado y un sol indeciso luce sobre los viñedos. "¡María!", exclama triunfal Saunter, "¿ves como no iba a llover?". María eleva la vista al cielo y reprime un juramento. El sol le gusta aún menos que la lluvia. Te abrasa el cogote, te ciega los ojos, las ropas se te pegan a la piel. Pero María dobla el lomo y sigue adelante.
Cinco remolques de tractor han cargado de uva al acabar la jornada. Habrá otras 20 como ésta, y al final se habrán sacado unas 120.000 pesetas cada uno, y habrán sumado 20 peonadas a su ficha. Y una cosa más. Sus contratos les dan derecho a dos litros de vino por persona y día. De momento, la garrafa de hoy no está más que terciada. María, que es responsable y cumplidora, la mira con aprensión y se sirve un chato. Cae la noche sobre Beaufort.
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