El Cairo y la polémica
Durante la década de los sesenta pareció que la explosión demográfica podría acabar con la humanidad, previa destrucción de los recursos no renovables. La caída de la fecundidad, observada con mayor o menor intensidad en todos los continentes durante los últimos años, ha hecho que el panorama demográfico se observe hoy con mayor tranquilidad. En efecto, el horizonte más probable a largo plazo parece ser la estabilidad, pudiéndose alcanzar en el siglo y medio próximo el crecimiento cero. Sin embargo, aun dirigiéndose hacia ese crecimiento nulo, el número total de personas sobre el planeta puede resultar muy distinto, según sea la evolución que tome la fecundidad en el inmediato futuro. Tomemos una fecha relativamente cercana demográficamente hablando: el año 2050 (uno de cada tres españoles de hoy aún vivirá en esa fecha). Manteniendo el actual nivel de fecundidad, la población mundial sería de 12.500 millones. Descendiendo la fecundidad al ritmo que lo viene haciendo durante los últimos tiempos se llegaría a 10.000 millones de habitantes, y si disminuye a un ritmo más acelerado, pero perfectamente alcanzable, el número de habitantes del planeta en el año 2050 sería de 7.800 nifflones. Una horquilla de 4.800 millones (próxima al total de la población actual: 5.600 millones) separa las dos hipótesis extremas. No se trata, por tanto, de una discusión intrascendente.La transición demográfica efectuada por los países desarrollados (caída de la mortalidad y posterior disminución de la fecundidad) se ha iniciado ya, aunque de forma desigual, en los países no desarrollados. Cualquier pensamiento, ajeno a dogmatismos religiosos o a posiciones políticas sectarias, coincide en que ellos es deseable y factible. Deseable desde el punto de vista de la supervivencia de la especie, del desarrollo y de la liberación de la mujer, y factible porque, al contrario de lo que ocurría en el pasado cuando se quisieron imponer políticas antinatalistas a poblaciones no receptivas, hoy las familias y las mujeres de los países en vías de desarrollo desean planificar su natalidad. Un 55% de las mujeres en edad fértil usan métodos anticonceptivos modernos en los países menos desarrollados, frente a tan sólo el 22% de hace 30 años.
En este contexto, que permite un moderado optimismo, sorprende la aparición de una agria polémica suscitada en Occidente por la Iglesia católica. Teniendo en cuenta, además, que la situación actual ha sido posible gracias a los programas e planificación familiar, siempre mal vistos por el Vaticano. Cuestionar el futuro de estos programas no contribuye a proteger indefensas poblaciones del egoísmo de los países ricos, sino a poner trabas al ejercicio de una libertad que ya practica la totalidad de las familias en los países desarrollados.
La irracionalidad del fundamentalismo islámico parece tener una raíz geopolítica siniestra (más brazos para la guerra santa), pero la actitud del Vaticano responde a una raíz dogmática difícilmente sostenible en el mundo de hoy. Máxime cuando la Iglesia exige que sus fieles paguen el coste de limitar los nacimientos renunciando a una sexualidad normal. Pretensión tan desmesurada que apenas es atendida por los católicos del mundo occidental. Esta injustificada polémica sólo se explica como caja de resonancia de la cruzada contra el aborto. Pero nadie propone hoy el aborto como método para limitar el número de nacimientos, pues, independientemente de las cuestiones morales de indudable calado que encierra, como método anticonceptivo resulta ineficaz y traumático; en suma, brutal.
La polarización del debate en torno a posiciones extremadas trae consigo graves inconvenientes. En primer lugar, impide que éste se centre en los innumerables matices que tiene la cuestión del control del crecimiento demográfico en los países en desarrollo. Es indudable, por ejemplo, que si bien es necesario imitar los nacimientos para romper el círculo vicioso de la pobreza, es esencial el desarrollo económico que debe acompañar a ese proceso. Los países ricos no pueden limitarse a financiar campanas de planificación familiar, sino que deben hacer una apuesta cierta y decidida por la ayuda al desarrollo, creando el espacio necesario en la economía mundial para que los países que despegan puedan fortalecer sus actividades productivas.
Otro de los inconvenientes consiste en dejar en un segundo plano problemas que también estarán presentes en la conferencia: la lucha contra ciertas enfermedades y, en general, la mejora de la salud de muchos pueblos que tienen todavía una esperanza de vida muy inferior a la nuestra; las migraciones internacionales, que son ya uno de los mayores problemas mundiales y pueden llegar a ser el gran problema del siglo XXI; el cambio en las estructuras por edades -el envejecimiento demográfico- que afecta hoy a los países desarrollados, y en el futuro a todos los demás, etcétera. Deseable sería que los debates de El Cairo eviten estériles polémicas y se centren en lo que de verdad puede ayudar al bienestar de la humanidad.
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