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Todos somos unos pobres diablos

Juan Cruz

El filósofo español Javier Muguerza le dijo el otro día en la atmósfera ya decaída de los cursos de El Escorial a su colega alemán Jürgen Habermas: "Usted me irrita, pero eso me hace sentir mucho mejor como pensador". En Venecia, un jurado quiso expulsar del conciliábulo del cine a Mario Vargas Llosa porque le irritaba, simplemente, que el ex candidato peruano no pensara de acuerdo con él y como, si no fuera, además, el ciudadano que escribió Los cachorros. La historia contemporánea está empedrada de ejemplos en los que la intolerancia intelectual -"usted me irrita, y punto"- disfraza las distintas formas de la ignorancia, así que lo que le dijo Muguerza a Habermas supone no sólo una declaración de principios, sino una muestra mayor de la salud posible de nuestra filosofía.

Vargas Llosa respondió con buen humor a sus inquisidores, porque está tan acostumbrado a la construcción de la insidia que ya parece que ésta forma parte de sus estímulos, como leer, como hacer ejercicio, como escribir o como la ópera.

Hay menos ejemplos vivos de la actitud de Muguerza -"me gusta discutir con usted, por si llego a estar de acuerdo"- que de las actitudes en las que la intolerancia es previa y radical, y así hoy caminan escondidos por el mundo escritores e intelectuales de muchos paises que no pueden salir a la calle libremente -ni decir lo que piensan- sin arriesgar sus vidas. Son las grandes intolerancias que matan. Pero hay otras intolerancias, las de andar por casa, que matan lentamente y que contribuyen a crear un clima de gran decepción moral, las intolerancias que convierten el frontón del debate en un muro sin retorno, en una pared ciega, en una geografía pálida en la que el empobrecimiento intelectual atrae a la sociedad cultural a los nive les de la nada.

Esto, no pasa sólo en España, como es natural; pasa, por ejemplo en Portugal, que por otra parte es como decir España, que decía Miguel de Unamuno. De allí se vino a vivir a Lanzarote hace dos años José Saramago, el novelista de La balsa de piedra y de La muerte de Ricardo Reis; antes de marcharse de Lisboa vivió el cerco; su novela El evangelio según Jesucristo fue considerada inconveniente por el Gobierno portugués, y fue vetada como candidata para un importante premio europeo, por motivos que, obviamente, excedían, por debajo, los argumentos literarios e ingresaban en las descalificaciones propias de la intolerancia religiosa, que tantas veces, en nuestro ámbito es fundamento de la intolerancia moral, de la intolerancia política y de la intolerancia total, es decir, de la intolerancia cultural.

Desde entonces, Saramago recibió improperios, en la vida cotidiana y en la televisión, que es lo mismo, y armado del escepticismo que le ha convertido en un descreído activo, beligerante, se marchó a Tías, un pueblo desde el que se domina el mar de Lanzarote, el mismo que veía desde su destierro en Fuerteventura su admirado Miguel de Unamuno.

Allí, en Lanzarote, vimos a Saramago el otro día, con su perro Pepe (que un día llegó a su casa y se le quedó mirando, a él y a Pilar del Río, la esposa, del escritor, y se quedó ya el perro vagabundo en casa) y con un ejemplar aún fresco del libro que ha publicado, de nuevo para escándalo de sus coterráneos, Cadernos de Lanzarote (editorial Caminho, Lisboa), donde no sólo florece aquel incidente moral que sufrió en Lisboa sino que aparece el Saramago paradójico y perpl9jo, que se ha convertido en conciencia y memoria de su país y de Europa. Comunista que conserva la militancia, dice que además, ha fundado un partido, que tiene las siglas del suyo propio, Partido Comunista Portugués (PCP), aunque en su nueva acepción lo denomina Partido de los Ciudadanos Preocupados. Con ese partido, del que es militante único, aspira a la promulgación de una ley universal, cuyo artículo único diría, simplemente: "Todos somos unos pobres diablos".

Aunque el desierto atlántico le trae tenue la atmósfera de Europa, este ciudadano preocupado por lo que le pasa al mundo mira desde Tías el porvenir del continente como el de una balsa de piedra política que no sabe a dónde va, "y los gobiernos no hacen otra cosa que navegar a la vista. Cavaco, el primer ministro portugués, no sabría decir cuál es el futuro de su país, como si entrara en un río, sin control ni dirección, arrastrado por otro?. "Qué derecho tenemos" dice Saramago, "de hipotecar y de liquidar ocho siglos de historia, de espaldas a la gente, para convertir a Portugal en un país para turistas, y sobre todo en nombre de intereses ajenos". Una Europa de pobres diablos en la que japoneses ricos compran pueblos enteros, y donde el criterio que domina para la supervivencia de los otros es la norma del triunfo personal.

Asustado por la mezquindad política estaba cuando le vimos preparando las maletas para irse del desierto lanzaroteño, rumbo a Canadá, para- hablar en un congreso de literatura comparada. "¿Comparada con qué?", preguntaba antes de irse persuadido de que, al regreso, este continente seguiría siendo poblado por pobres diablos, a la deriva en una balsa acolchada en la que el ruido puede más que el silencio, y el éxito de llegar más que la posibilidad de hacer el camino.

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