La vida de este lado
Un día le pusieron una inyección maldita y ya tuvo una razón para quedarse definitivamente en la cama. Fue su rabia tranquila contra el mundo la que le mantuvo así en aquel espacio sin horizonte, rodeado de sus fetiches de siempre -un portero de Uruguay leyendo El pozo mientras su equipo jugaba ante la otra portería, un retrato de Humphrey Bogart, la foto de su agente literaria, la perra que le comía las canillas- y poseído de la única ambición verdadera que tuvo en su vida: pasar desapercibido, estar en este mundo del otro lado de la vida. Un día una chica que él no conocía dijo que le hubiera gustado que después de leer sus libros se borrara la literatura de Onetti, para que pudiera ser leída de nuevo: buscó a esa muchacha como, si fuera la mejor crítica literaria que le hubieran hecho nunca.Hizo una religión sin secta de su desprecio del éxito y en aquella postura que durante doce años convirtió en un símbolo de su despedida del mundo real siguió creando personajes. Lo hacía de espaldas a la ventana que daba a la calle; oía allí tan sólo el rumor de un paisaje que él inventó.
Dolly, su mujer, le fabricó allí fuera un jardín verde que él nunca vio, y en los días soleados le abría las persianas para que le entrara una luz difusa, como la mano del tiempo; pero él seguía mirando para la parte ciega del cuarto, para la pared blanca del otro lado; persistía en su alejamiento, como un niño que viajara hacia la infancia. Ese era su objetivo, volver, volver a cualquier parte, regresar sin haber nacido, y alimentaba esa filosofía austera con medios whiskys que Dolly aguaba como si no existieran, escribiendo en agendas viejas.
Escribía con el sueño cambiado, acaso para encontrar en ese espacio indefinido de la nada la identidad de sus personajes arenosos. Pero no era verdad que estuviera fuera del mundo: de la librería de abajo Dolly le traía los libros que él iba seleccionando; su mesa de noche era un homenaje a William Faulkner, a Raymond Chandler, a la novela negra y a la atmósfera llena de cigarrillos y recortes de periódicos, en la que vivió como si estuviera en una cuna del tiempo.
Era una cama de hospital donde vivía; desde ella hacía bromas con lo que pasaba fuera y escribía cartas a los directores de periódicos llamando la atención sobre los sinsentidos que leía. Echado, con su pijama blanco o azul claro, Onetti era en aquella postura eterna, con sus ojos grandes y perplejos, la vida del otro lado, la mirada que le faltaba al mundo que ahora le falta definitivamente.
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