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Un adiós a Onetti

Antonio Muñoz Molina

Suena el teléfono y me dicen que Onetti se ha muerto. Percibo las cosas como desenfocadas, la luz excesiva de una tarde veraniega de mayo que él ya no puede ver: alguna vez, de pie tras este mismo balcón por el que miro mientras me dan detalles de la muerte de Onetti, me he acordado del doctor Díaz Grey, solo y pensativo junto al balcón de su consultorio, ligeramente inclinado, rozando con la frente el cristal mientras se desabrocha la bata de médico, la túnica, según dicen, en el Río de la Plata. Lo más raro del mundo exterior debe de ser su neutralidad ante la muerte de alguien, la indiferencia que uno encuentra en su corazón cuando todavía es incapaz de entender ese hecho imposible y común, el más imposible y el más común de todos, morirse.Hace unas semanas, en Montevideo, comprobaba con alegría, casi con orgullo personal, la presencia esquiva y a la vez contundente de Onetti y de su literatura, tan lejos, al otro lado del mar que él cruzó hace 19 años para no volver. En un acto oficial el presidente de la República y el ministro de Cultura de Uruguay nombraban a Onetti con admiración y respeto. En una calle de Montevideo, en un puesto de libros viejos, encontré un volumen antiguo con letras de tangos y una edición hecha en 1967 de Los adioses: un libro delgado, impreso en papel muy malo, con una cubierta que casi se desprendía, con la firma compartida de un hombre y de una mujer repitiéndose en la primera página y en la última, y también en algunas de las intermedias, como si hubieran querido sellar su posesión del libro y su mutua lectura, el tesoro indestructible y precario que habían adquirido. Compré el libro por una ternura imaginaria hacia ellos, que lo perdieron o tuvieron que malvenderlo, por lealtad a Onetti, para que Los adioses no se quedara en aquella intemperie de libros usados y malbaratados, de libros rotos y perdidos.

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Lo releía en el hotel, a la luz limpia de la tarde de Montevideo, y pensaba que cuando volviera a Madrid le pediría a Onetti que me dedicara ese ejemplar, y que cuando él lo viera y lo tocara tal vez tendría una sensación de sutil irrealidad y prodigio como la que tiene el Viajero en el Tiempo de Wells al tocar los pétalos de una rosa traída del futuro lejano. Hojeaba también el otro libro, el de las letras de tangos, impreso en un papel tan de estraza como el de la novela de Onetti, con la cubierta igual de gastada, y el azar de haberlos encontrado juntos me. sugería una correspondencia íntima entre los dos: más de una vez contó Onetti la emoción y el dolor que le provocaban los tangos, sobre todo al final, en la vejez y el destierro, en la certidumbre insoportable de la lejanía y de la gradual imposibilidad de volver.

Libros gastados

Y me acordaba, echado en la cama, de los libros sobre la mesa de noche de Onetti, en su casa de Madrid, los libros tan gastados, usados y leídos como los que yo había comprado pensando en él al otro extremo del mundo. Novelas policiales en ediciones baratas, un cenicero con colillas, medicinas, una mesa auxiliar, al lado de la cama, hacia la que él alargaba la mano para tomar un cigarrillo con las puntas de los dedos o para volcar un poco de agua y de whisky en un vaso. Fumaba, bebía whisky aguado a sorbos cortos, leía volcado en una postura imposible, hablaba con pasión y con furia, con una maestría absoluta en el entusiasmo y en el desprecio. Al general Franco lo seguía llamando El enano sangriento, con una rabia admirable que. los años no habían mitigado. Hablaba de Nabokov, de Borges, de Faulkner, con un entusiasmo que nadie parece sentir ya por nada, y menos los literatos por los libros. Su mirada, tan cerca, tenía una intensidad insoportable: parecía que miraba desde el otro lado de las cosas, desde una soledad y una clarividencia en las que estaba acompañado no sólo por la vejez y el exilio, sino también por la muerte.

Dolly, su mujer, contaba algo sobre los tiempos en que se habían conocido y él la interrumpió mirándome con sus ojos dilatados y húmedos como si a través, de mí viera toda la extensión de la lejanía y de los años:

-Rubén dijo, "sólo hay dos cosas, arrepentimiento y olvido".

No he conocido a nadie, en estos tiempos miserables, que se le aproximara en su incorruptible amor a la literatura, en su radicalismo moral. Pero su integridad no lo convertía en un predicador, del mismo modo que ni su cautiverio ni su destierro lo convirtieron en un mártir: a nadie le pasó factura por sus sufrimientos en la cárcel durante el sórdido régimen militar que infamó a su país. Estaba tan dotado para la ironía como para el desprecio: ahora yo prefiero atestiguar su generosidad. Una vez, por teléfono, estuvo bromeando sobre un artículo mío en el que yo hablaba de él y de Borges:

-Te van a matar estos gallegos, siempre citando a escritores sudacas.

Irrealidad

Ahora, cuando me cuentan que se ha muerto, no cobro conciencia todavía de lo que significa eso, esa canallada. habitual e inaceptable, la muerte de alguien. Más que dolor, lo que siento es irrealidad, irrealidad y gratitud. Me acuerdo de Montevideo, donde reviví de pronto los primeros capítulos de Dejemos hablar al viento. Me acuerdo del doctor Díaz Grey, quitándose la bata de médico junto a un balcón, como si se rindiera, como se ha rendido Onetti a los 84 años de la obstinación de vivir. Pero me quiero acordar sobre todo de una despedida, hace años, cuando al decirle yo adiós Onetti retuvo mi mano y la apretó muy fuerte en la suya, que tenía en la palma una temperatura de fiebre, y me dijo en voz baja: "Es lindo sentirse amigo".

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