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Tribuna:EL HOMBRE QUE VIVÍA EN LA CAMA.
Tribuna
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Sueños y ruinas

Casi se había convertido en uno de sus personajes. Y, sin embargo, el escritor continuaba vivo. Morosa pero impecablemente escribió en estos últimos años Cuando entonces (1987), una novela corta suprema de estilo y densidad, y luego, la que sería su última obra, Cuando ya no importe (1993). Sé que desde entonces había seguido escribiendo pequeñas notas, breves apuntes, con destino a una nueva obra.Vivimos en la inflación verbal. Pero no se traiciona al rigor si se afirma que Juan Carlos Onetti ha sido eso que es tan raro, un gran escritor. Uno de los padres de la novela hispanoamericana de este siglo. Con El Pozo (1939) -lo afirma Mario Vargas Llosa- comienza la novela moderna en Hispanoamérica. Adiós a la fascinación de la naturaleza, a la llamada indigenista, al bucolismo. He ahí el drama universal del hombre, la soledad absoluta de cualquier ciudad contemporánea, el desarraigo sin sentido: "Todo en la vida es mierda -escribe su protagonista- y ahora estamos ciegos en la noche atentos y sin comprender". La frase parece, es, un anuncio de lo que vendría después, de lo que vino sobre todo a partir de la publicación de La vida breve (1950), una obra maestra absoluta: búsqueda de la identidad, parábola de la mediocridad, narración de la invención de vidas efímeras, fundación de Santa María.

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En esas páginas perdurables nacía uno de los mayores universos de la narrativa en lengua española de este siglo, el gran espacio maldito de la literatura contemporánea en castellano, la saudade de la nada, como una vez la llamó el propio autor: Santa María, la "ciudad, comarca, provincia, país o remo", según él mismo señalaría en su última novela. Santa María, la negación de lo sagrado, la afirmación de la nada. Era 1950 y aún no habían llegado ni la Comala de Rulfo ni el Macondo de García Márquez. Sí había un patriarca del que todos se nutrirían, William Faulkner, pero era preciso novelar en castellano. Y esto fue lo que hizo Onetti con sus ciudades rioplatenses y sus selvas suramericanas: erigir un universo autónomo, grávido de sentido, hermético y subyugante, que pueblan criaturas desoladas, seres sombríos, gentes malditas, contrafiguras de todo heroísmo, de toda visión consoladora. El fracaso vuelto categoría, la frustración convertida en el único destino de los hombres.

Títulos cenitales sin olvidar sus cuentos: Los adioses (1954), Para una tumba sin nombre (1959), El astillero (1961), para muchos su mejor obra, Juntacadáveres (1964): la antiépica de Larsen. Y más: Dejemos hablar al viento (1979), y luego Cuando entonces y Cuando ya no importe, que sería su testamento.

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