Democracia e impunidad
Recuerdo muy bien la muerte del estudiante Ruano. Como los fusilamientos de septiembre de 1975, como la ejecución de Grimau, que me despertó a la realidad del régimen, fue un episodio en que al sentimiento de horror se unía la sensación de una impotencia sin límites.No conocí a Ruano, pero sí a otros militantes del Frente de Liberación Popular, el Felipe, una organización con fuerte arraigo en la Universidad, en la que hicieron sus primeras armas políticas muchos dirigentes y cuadros del PSOE, empezando por Narcís Serra. Sobre el Felipe, como sobre otros grupos izquierdistas del franquismo tardío, conviene hacer una puntualización. Por el sentido general de su acción política, contribuyeron a forjar la democracia, pero ésta no entraba ni en sus contenidos programáticos ni en sus procedimientos, como quiere hacernos creer la actual literatura de captación. Clandestinidad, metas socialistas revolucionarias y lógica propensión al sectarismo fueron los ingredientes de una cultura política que tuvo poco que ver con la movilización de masas democrática que acompaiíara hace medio siglo al triunfo de la resistencia antifascista en Francia y en Italia.
La precisión es algo más que arqueológica, si atendemos a la persistencia de esa cultura política en los grupos dirigentes de la España actual. Un acontecimiento de corte surrealista, como el reciente congreso de los socialistas catalanes, sólo se entiende si tomamos en consideración esa aneja prioridad otorgada al principio de manipulación sobre la expresión abierta de las opciones políticas: Serra, Maragall y demás barones debieron de pasárselo muy bien, quitándose mentalmente treinta afios de encima, al reproducir los mecanismos propios de las asambleas universitarias pre-68. Otra cosa es que el espectáculo tenga algo que ver con las invocaciones al impulso democrático.
La ausencia de tradición democrática ha incidido asimismo sobre la adaptación de esos jóvenes radicales a la gestión de un sistema donde las relaciones de poder actuaron en sentido claramente conservador, confiriendo al tránsito un carácter abrupto. La moral de adecuación y la razón de Estado han impuesto su ley, igual que antes lo hicieran las exigencias ideales de la revolución.Nada tiene, pues, de extraño que la esfera del orden público haya sido la que ofrezca un campo privilegiado para esa adptación. Uno tras otro, los ministros del Interior socialistas han dado, cada uno con su estilo, recitales de sometimiento a las exigencias del orden, sólo que enmascarados por incesantes declaraciones de que los cuerpos, instituciones y personas bajo su mando se habían convertido por encanto en florones de la democracia. Y si la realidad no era esa, peor para la realidad. Cuando ésta salta, trágicamente, con ocasión de los crímenes de Nigrán, el suceso se aísla, sin
reconocer que era la punta de un iceberg que sepultaba todas las declaraciones triunfalistas de Corcuera. Nuestra película no era un remake de Los intocables, sino de Sed de mal. Pero ello no altera en nada el fondo de las relaciones entre intereses corporativos y Gobierno. Las recientes declaraciones de Antoni Asunción sobre los casos GAL y Linaza sobre el milagro de los panes y los peces, que al parecer afectó a la dirección de la Guardia Civil, son más deprimentes aún que las de su predecesor. Nigrán es un sueso "deleznable" (sic), a su juicio. El ministro seguirá apoyando a muerte a sus subordinados y tapando en lo posible sus pecadillos. Para nada cuenta la imagen de complicidad entre servidores corruptos, la sospecha fundada de que se está violando sistemáticamente el marco del Estado de derecho.
En estas circunstancias no cabe esperar demasiado de la revisión del caso Ruano. Si acaso, un ritual de legitimación para el propio sistema, seguido de indulto por intachables servicios a la democracia. Desde la lógica del Gobierno, sería inexplicable cualquier otro comportamiento. Son, como dice Asunción para el caso Linaza, "delitos muy antiguos".
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