Una Europa para el futuro
El proceso de unificación europea se ha atrancado; el Tratado de Maastricht no marca un principio, sino un final. Ha dividido a los miembros de la Comunidad Europea; a sus ciudadanos, en pro y antieuropeos, y a los mismos Estados, en unionistas de vía rápida y de vía lenta. Incluso el término Unión Europea se ha vuelto inoportuno, porque Europa está menos unida que nunca desde el principio de los años cincuenta.Maastricht no sólo fue un tratado de división, sino también una gigantesca banalidad a la vista de los nuevos problemas de Europa: la apertura de los Estados comunistas del Este exige una respuesta decidida y positiva de Occidente; la prolongada crisis económica crea problemas de competitividad, empleo y cohesión social que tienen que resolver todos los países de Europa; la transformación de la geografía política del mundo exige decisiones europeas.
A la vista de esos desafíos, resulta incluso necio el empeño en mantener el rumbo antiguo, y no es sorprendente que los ciudadanos de Europa así lo consideren. En todas partes surge la animadversión hacia la Comunidad Europea de Bruselas. ¿Qué es lo que ha funcionado mal? ¿Qué es lo que ha marchado bien? ¿Dónde puede marcarse un nuevo comienzo?
En las negociaciones sobre el ingreso de nuevos miembros se habla siempre del acquis communautaire, de los logros que deben aceptar todos los miembros. Con ello se refieren habitualmente al Mercado Común, a la Política Agraria Común y al sistema de recursos propios. Pero los auténticos logros han sido otros bien distintos.
La cooperación entre Gobiernos y Parlamentos, instituciones y organizaciones de todo tipo es posiblemente el mayor logro de los últimos 40 años. Se ve apoyada por la sensación cada vez mayor en muchos ciudadanos de que Europa es su espacio de movimiento. No pierden su particularidad nacional, ni siquiera regional, pero esperan que resulte fácil cruzar las fronteras europeas y reclaman una serie de derechos independientemente del lugar de Europa en que se encuentren en ese momento.
Ese tipo de logros más bien intangibles, pero importantes, tienen su consecuencia práctica en el Mercado Común. Con su evolución desde la unión aduanera a un mercado interior casi completo ha adquirido un carácter plenamente institucional.
Los servicios, el capital o las personas se mueven con bastante libertad dentro del territorio del mercado interior. Los reglamentos se aplican de forma unitaria en todo el territorio. Un tribunal común toma decisiones legales directamente aplicables y ha establecido su propia tradición jurídica. De cara al exterior, la Unión habla con una sola voz, especialmente en lo que se refiere a la política comercial. La Comisión Europea busca, a veces con éxito, nuevas vertientes de cooperación económica no arancelaria. Eso no es todo, pero ya es mucho. ¿Es también, como subraya especialmente el canciller alemán, Kohl, "irreversible"? ¿Tienen que sumársele más cosas, especialmente una unión monetaria, para que el proceso de unión se vuelva totalmente irreversible?
En este siglo, las relaciones comerciales han sido destruidas dos veces por guerras, es decir, por decisiones políticas. Uniones políticas aparentemente irreversibles se han roto en muchos lugares desde 1989. En Yugoslavia, han desembocado en la guerra, y en la antigua Unión Soviética, en numerosas tensiones. Con estas uniones políticas han desaparecido también las monetarias. En 1993 no hay menos monedas en Europa que hace un lustro, sino más.
Es hora de tachar la palabra irreversible del vocabulario. En los asuntos humanos no existe la irreversibilidad. También Alemania podría dividirse de nuevo. Hablar de irreversibilidad supone despreciar la fuerza de la política y crea el peligro de sugerir una falsa seguridad. Fomenta la inactividad allí donde ésta puede, en determinadas circunstancias, suponer una amenaza existencial.
Las frívolas referencias a la "integración irreversible" nos llevan de hecho a las mayores debilidades de la construcción europea. Éstas están relacionadas con los fundadores, con Jean Monnet, con Walter Hallstein. Monnet y Hallstein no creían en la sabiduría de los políticos, sino en la sabiduría de los expertos, y especialmente en su propia capacidad para encarrilar la situación europea por una senda de la que no pudiera volver a salir. Fue aquél un error de graves consecuencias.
Monnet no creía que pudiera inducirse a los Estados de Europa a una respuesta directa a los desafíos políticos de la posguerra. Por eso era necesario hacerlo "por la puerta de atrás". La Comunidad Europea del Carbón y del Acero (CECA) respondía perfectamente a esos desafíos (así lo creía Monnet). La CECA sustraía las industrias clave de la disposición nacional, especialmente a la alemana, y formaba así, en un sector decisivo, un embrión de la evolución supranacional que al final lograría -tenía que lograr, debía lograr- un Estado federal europeo.
Una ironía del planteamiento de Monnet es que las industrias clave pronto se convirtieron en las grandes preocupaciones de las economías europeas. El carbón y el acero fueron los primeros candidatos a lo que hoy se llamaría reconversión. La Comunidad Europea pasó con ello de ser, un instrumento de integración de sectores económicos fundamentales a un acuerdo para la defensa de industrias en declive. La comunidad de futuro se convirtió en una comunidad de protección. Tras la fundación de la Comunidad Económica Europea (CEE), la política agrícola común encajó bien en esta situación poco alentadora.
Pero el error más grave fue el creer que la CECA debía necesariamente culminar en un Estado federal europeo. Ya el fracaso de la Unión de Defensa Europea, tres años después de la fundación de la CECA, mostró los fallos del planteamiento tecnocrático. Pese a ello, en el Tratado de Roma se renovaba dicho planteamiento.
Walter Hallstein, el presidente de la comisión de la CEE, estaba profundamente convencido de lo que él llamaba la lógica objetiva": "Una cosa lleva a la otra: si dices A, también tienes que decir B". "Igual que el alfabeto tiene una unidad, la política económica también tiene una unidad interna más fuerte que la arbitrariedad de los poderes políticos". En realidad, "toda política es una unidad". Por eso, quien empiece en un extremo, por ejemplo en la unión aduanera, tendrá necesariamente que llegar al Estado federal europeo.
Maastricht es el último documento de este esquema de pensamiento. La idea de la unión económica y monetaria ya había sido concebida técnicamente, por no decir tecnocráticamente, tanto en 1969-1970 como en 1990-1991. Puede decirse que no había otro camino.
Quien quiera un mercado común tiene que querer una unión monetaria, porque un mercado común con divisas diferentes contradice la lógica objetiva. Pero, ¡ay!, los poderes políticos no se dejaron amansar tan fácilmente. En 1971 fue EE UU quien soltó al dólar de la cadena de Bretton Woods, provocando así una considerable conmoción en el sistema monetario internacional.
En 1992, la destrucción del Sistema Monetario Europeo se debió tal vez a las consecuencias de la reunificación europea, o a la recuperada libertad del tráfico internacional de capitales y su atractivo para los especuladores, o quizás, simplemente, la evidencia de las diferencias de fuerza de las economías nacionales.
Ahí aparecieron además otros muchos poderes políticos. El concepto británico de soberanía demostró ser lo suficientemente, fuerte como para acallar los argumentos económicos en favor de la unión monetaria. En Alemania surgió la sensación de que muchas personas no estaban dispuestas a sacrificar, el marco alemán. En general, en una época en que renacían los sentimientos de pertenencia nacional y étnica, aparecieron nuevas objeciones a la meta de la unidad europea. Este tipo de objeciones frenó sin dificultad a la supuesta lógica objetiva y la sustituyó por la lógica más democrática de los ciudadanos. Las instituciones de la Unión Europea reflejan la fe de los fundadores en la lógica objetiva de la integración. El Parlamento siempre fue una idea adicional, que no encontraba un lugar adecuado en la dialéctica dócil, autocontrolada, de la Comisión y el Consejo de Ministros. El Parlamento Europeo no es un Parlamento, y no lo será mientras los acontecimientos europeos sean regidos por la lógica objetiva.
Maastricht ha sido el último paso en ese camino. Pero Maastricht ha sido también, como vemos a pesar de todas las insistentes afirmaciones de estadistas que se encuentran al final de su carrera política, un paso en exceso. El tratado no sólo ha dividido a Europa, sino que también la ha confundido. De pronto ya nada es posible, ni la unión monetaria ni todo lo demás. La Europa de Jean Monnet y Walter Hallstein ha llegado al final de su existencia útil. Ha proporcionado el Mercado Común y también la costumbre de la cooperación. Pero no sirve para resolver los nuevos problemas. Ningún truco tecnocrático, ninguna lógica objetiva hará que la Europa de los años noventa sea competitiva, responsable, abierta y atractiva. La nueva tarea es política, no técnica. La nueva Europa sólo podrá hallarse a través de la identificación y el reconocimiento de los intereses comunes. Es más fácil decir esto que hacerlo. ¿Es la lucha contra el paro un interés común? ¿O es sólo un interés que tiene cada miembro de la Unión Europea por separado? ¿Exige, pues, una acción común o puede cada Estado seguir su propio camino?
Hay que, plantearse cuestiones similares con respecto a Yugoslavia. ¿Existía realmente un interés común de los 12 miembros de la CE, es decir, un interés que sólo podía defenderse en común, o que al menos era mejor defender en común? La pomposidad de la retórica europeísta nos ha acostumbrado a muchas afirmaciones inexactas, que no han servido al progreso de la unión.
De todas formas, incluso en el centro de la Unión Europea, hay un número cada vez mayor de políticos que tienen claro que el camino de Monnet y de Maastricht no. lleva a ninguna parte. El Libro Blanco sobre crecimiento y empleo del presidente Jacques Delors marca el punto de inflexión. La Europa que está naciendo a partir de los logros y fallos de la idea, de Monnet y Hallstein probablemente no lleve el nombre de Delors. No se vislumbra en ninguna parte quién determinará los próximos pasos y pueda así representar el futuro.
Las cuestiones para la Europa del futuro resultan evidentes. No son muchas, y son en esencia muy sencillas.
- El mercado interior no sólo es incompleto, sino que está permanentemente amenazado. Además, está afectado por caparazones proteccionistas.
- Ampliar significa profundizar. La ampliación de la Unión Europea mediante el ingreso de los Estados de la Organización Europea de Libre Comercio (EFTA, siglas en inglés) y los Estados del grupo de Visegrad es la expresión de un interés común importante y profundo. Es absurdo impedir la entrada a los Estados democráticos y desarrollados de la EFTA, e irresponsable mantener fuera a las nuevas democracias de la Europa central y oriental.
- La evolución económica de los últimos años ha sido más que una crisis. Están produciéndose cambios estructurales de profundas consecuencias para el futuro del trabajo, la industria y, no menos importante, la cohesión social europea.
- La política exterior y de defensa se convertirá en un tema clave. Los intereses comunes deben ser identificados inequívocamente como tales. Las decisiones de política exterior por mayoría simple son el camino seguro para la desintegración. O Europa actúa de forma común o no actúa.
- Si los Estados de la Unión Europea tienen fuerza para enfrentarse a una nueva cuestión, tendría que ser en el terreno de los derechos humanos y civiles. Una de las grandes debilidades de la Comunidad Europea de Monnet y Hallstein era que, aunque técnicamente era una comunidad de derecho, estrictamente no podía o no quería defender ni un solo derecho fundamental. No estaría mal que la Unión Europea convirtiera la Convención Europea sobre Derechos Humanos en legislación de vigencia directa.
- Una Comunidad más grande tendrá una Comisión (mucho) más pequeña y un Consejo de Ministros estructurado de forma diferente. Sobre todo, está claro que la Europa que viene será democrática o no tendrá futuro.
La "Europa por la puerta trasera" de Monnet acabó siendo no sólo una fronda impenetrable de regulaciones técnicas, una Europa de los funcionarios y ministros delegados, sino también una Europa que nos daba pocos motivos de orgullo a sus ciudadanos. Cada vez hay que disculparse más por esta Europa: ante los polacos, por la mezquindad de las cuotas para la importación de setas; ante los tailandeses, por la brutalidad aplicada en la interrupción de las importaciones de piensos; ante los amigos, por el tremendo despilfarro en los pro ductos agrícolas; ante todo el mundo, por el fracaso en Yugos lavia. Esto no puede prolongarse durante mucho tiempo. Una Comunidad cuyos ciudadanos se avergüenzan de ser miembros de ella no puede durar demasiado. No se trata de vender mejor Europa. Es una cuestión política de fondo, de lo que tiene que ha cer la Unión Europea.
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