Los sin casa
No es un tópico que en Navidad la pobreza se hace más irritante si cabe. Nos han educado en la insistencia de que en estas fiestas hay que ser felices por narices. Quizá por ello el escritor italiano Manganelli acaba de arremeter contra la Navidad con sus atroces recuerdos de adolescencia.Si el 70% de los españoles opina, según la última encuesta de Demoscopia para EL PAÍS, del pasado mes de diciembre, que en España ha vuelto a rebrotar con fuerza la pobreza, algo habrá de verdad. Pero lo grave no es descubrir que, a pesar de vivir en una sociedad opulenta, existen pobres. Lo grave es que el número de familias que viven en un estado considerado de necesidad está aumentando vertiginosamente, al mismo tiempo que crecen en toda España los sin techo, costreñidos a dormir arropados por cartones viejos en aceras y subterráneos callejeros.
Y lo que llama aún más la atención es que ese ejército de más de 30.000 personas tiradas en la calle no son únicamente minusválidos psíquicos o adictos al alcohol y a la droga dura. En esa triste aglomeración de superpobres se hallan también personas que hasta ayer vivían con decoro en sus casas y que, de la noche a la mañana, al quedarse sin trabajo, rodeados de hijos, y no hallar otro empleo, avergonzados y derrotados, se han encontrado de repente viviendo a la intemperie.
Por vez primera después de muchos años pueden verse, por ejemplo, en Madrid, a la hora de comer, filas enormes de personas de todas las edades en busca de un plato de sopa caliente a la puerta de un convento o de alguno de los varios centros de asistencia.
Es justo que la Iglesia levante su voz contra las injusticias sociales, porque una Iglesia muda es una Iglesia traidora. Y hace bien el Estado en mantener instituciones varias que protejan y ayuden a los más desfavorecidos, porque ante el hambriento, con nombre y apellido, no se puede alegar que primero hay que "cambiar las estructuras sociales". Pero todo esto no basta, ni para la Iglesia ni para el Estado, si al mismo tiempo sus representantes, clérigos o laicos, tanto personal como institucionalmente, no dieran ejemplo de un mínimo de austeridad y de toma de conciencia de que hay cada vez más miles de personas en situaciones dramáticas. Y ante esto, todo despilfarro inútil, toda exhibición de lujo desvergonzada, todo tipo de escándalo financiero, se convierte en una doble bofetada a esos nuevos pobres de cuya existencia preferiríamos no enterarnos.
Por lo que se refiere a los gobernantes, las continuas revelaciones de miles de millones saqueados a los contribuyentes en beneficio propio o de los partidos. Y por lo que se refiere a la Iglesia, por ejemplo, el nuevo escándalo del Banco Vaticano, que se ha prestado últimamente (¿a cambio de qué?) a que pudieran salir de Italia, rumbo a los bancos suizos, miles de millones de pesetas de un grupo industrial italiano para comprar a los políticos, anula la generosidad misma de tantas instituciones católicas o simples ciudadanos de esta confesión que intentan aliviar los dramas más inmediatos.
La fuerza del ejemplo seguirá siendo un valor fundamental incluso en las sociedades más indiferentes o descreídas. En tiempos de vacas gordas y de vacas flacas. Pero si en tiempos de abundancia podría aparecer menos imperioso, en momentos de crisis como éstos resulta un imperativo no sólo ético, sino hasta estético. La ostentación y el despilfarro, con tres millones de españoles sin trabajo, con un 30% de familias en el límite de la pobreza y con 30.000 personas durmiendo en las calles son un atentado a la propia dignidad personal o institucional. No tiene perdón, ni de los dioses, ni de los hombres.
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