La excepción cultural
ALAIN TOURAINEFrente a la hegemonía audiovisual estadounidense se debe reivindicar Ia excepción cultural para impedir la destrucción de una diversidad indispensable, afirma el autor. Pero si se consigue, agrega, nada estará resuelto, porque las fuerzas del mercado seguirán desbordando a los negociadores políticos
El derrumbamiento del imperio soviético ha traído consigo la caída de todas las formas de voluntarismo político, desde las peores hasta las mejores, desde las dictaduras nacionalistas hasta las socialdemocracias europeas. El mercado es ya lo único sagrado; hablando en términos más concretos, nada parece ya limitar la hegemonía del protector y vendedor más poderoso: Estados Unidos. Este país ha perdido terreno en el campo industrial, pero domina la sociedad posindustrial y sobre todo la producción y difusión de los bienes más simbólicos: la información y las imágenes. Hollywood es el centro principal de esta hegemonía, de la que la CNN es el abanderado más espectacular. El idioma, lo imaginario, los relatos, las interpretaciones que vienen de EE UU, se imponen al mundo entero. Los países hostiles a EE UU responden encerrándose en una identidad cultural utilizada agresivamente por un poder nacionalista. Los países amigos vuelven la mirada a su pasado y multiplican museos y conmemoraciones a la vez que siguen consumiendo los productos estadounidenses. Éstos son los tres elementos de la escena cultural internacional: desconfianza generalizada respecto a las intervenciones del Estado, apertura ilimitada de los mercados, hegemonía estadounidense. Cada uno de ellos nos lleva en una dirección diferente: todos somos a la vez liberales y antiliberales, así como favorables y hostiles al mismo tiempo a la hegemonía estadounidense. De ahí procede probablemente la debilidad de las reacciones de la opinión pública y de los propios medios culturales: se encuentran divididos entre argumentos contrarios. Es cierto que la protección estatal, como todas las formas de proteccionismo, conlleva el riesgo de encerrar la cultura en una red de clientelismo y en la búsqueda insana de una tradición nacional; pero también es cierto que sin esa protección la creación desaparece en la mayoría de los países, como nos recordó Fellini, cuya muerte ha ido acompañada de la de Cinecittá. Pero no podemos contentarnos con ver oscilar el equilibrio entre dos posiciones contradictorias; hay que elegir.Yo no dudo en dar prioridad a un principio general: la vida social no puede ser regulada por el mercado, sino que debe serlo por la voluntad libremente expresada de los ciudadanos. Éste es el principio mismo de la democracia. Es necesario rechazar la tendencia actual a admirar al mercado como el mejor principio de organización de las sociedades. Esta idea superficial nunca fue aceptada por los grandes pensadores liberales, como Tocqueville o Stuart Mill. El mercado posee grandes virtudes, pero como instrumento de demolición del Estado centralizado, clientelista o totalitario. Para acabar con la nomenklatura soviética no había más que un medio: el mercado. El mercado limpia, desinfecta, libera; pero no constituye un principio de construcción ni de gestión de la vida social. Como mucho, podemos decir que el mercado debe regular los intercambios, pero no la producción. Esta última es obra de empresas individuales o colectivas, públicas o privadas, que tienen necesidad de ideas, de organización, y, por tanto, de voluntad. Una sociedad debe guiarse por la razón instrumental y la lógica del mercado, pero también por una concepción de sí misma, de la libertad y de la justicia, de sus relaciones sociales internas y de sus métodos de elaboración de decisiones.
La creación cultural necesita sobre todo libertad, es decir una cierta demanda social -que el mercado proporciona en gran medida- y una cierta capacidad de producción, que supone protección frente al mercado. La pintura, por ejemplo, funciona a partir de dos instituciones complementarias: el mercado y el museo; por un lado, las galerías y los coleccionistas, y, por otro, el Estado, los poderes locales y los conservadores de los museos. Y nadie puede decir que el mercado europeo esté cerrado a los productos culturales estadounidenses cuando una media del 70% de las películas que ven los europeos son estadounidenses -comparado con un 1% de filmes europeos que se ven en EE UU-y cuando la televisión, sobre todo las cadenas privadas, está plagada de telenovelas estadounidenses.
No debemos ponerle trabas al mercado, pero debemos reforzar nuestra capacidad de producción. Y es aquí donde comienzan las dificultades: cómo hacer intervenir al Estado sin caer en la trampa de la defensa de tradiciones nacionales, en la que ha caído la televisión pública francesa, que ha creado muchas obras que, aunque tienen calidad, tienden a ser una prolongación de la novela naturalista de los siglos XIX y XX, de manera que lo mejor de la televisión francesa parece ser un pastiche de Maupassant o a veces de Simenon. La solución no es fácil de encontrar, pero es inútil buscarla si la producción nacional desaparece o queda reservada a una élite muy poco numerosa, como es el caso de la cadena francoalemana Arte. Y, dentro de unos meses, la llegada de cadenas estadounidenses difundidas por satélite hará saltar en pedazos el polémico principio de las cuotas de emisión. Por eso, lo más urgente no es seguir el ejemplo de los canadienses, que excluyeron los bienes culturales del tratado de libre cambio bilateral que firmaron con Estados Unidos ante del Tratado de Libre Comercio (TLC) Norteamericano. A continuación hay que convencer a los países europeos de que lo bienes culturales, a los que de nominamos con cierto desprecio cultura de masas, son el centro de nuestra civilización como lo fue la producción industrial en una etapa anterior cuyo fin estamos asistiendo, de que los estadounidenses tienen toda la razón al darles tanta importancia. En Francia, en particular, la civilización de la palabra escrita no ha cesado de atacar a la civilización de la imagen como inferior, y hemos visto a intelectuales de renombre denunciar a la televisión como bárbara. Eso es una estupidez sorprendente, semejante, la de los monjes copistas que atacaban a la imprenta porque iba a arrebatarles el monopolio e la cultura. El papel del Estado, en este sector de la producción más que en los otros, no es dirigir, sino, por un lado, ayudar a la creación y a la supervivencia de empresas capaces di luchar en el mercado, y, por otro, desarrollar una política de mecenazgo y de ayudas indirecta: mediante el apoyo a instituciones culturales, escuelas museos, universidades y asociaciones. El objetivo que hay que perseguir es que los países europeos, tanto en su diversidad como en sus semejanzas, den un sentido y forma originales a la experiencia que vivimos hoy en día, a la memoria, a Io imaginario, a lo, proyectos, igual que al entorno técnico y natural, a la vida social y a las relaciones internacionales. La cuestión principal es si podremos seguir siendo creadores de cultura o si quedaremos reducidos a consumidores, imitadores y comentaristas. Nada, absolutamente nada demuestra la pasividad o la impotencia cultura de los europeos, pero nuestras industrias e instituciones culturales, desde las empresas de medios de comunicación hasta las universidades, son de una debilidad inquietante.
Debemos reivindicar la excepción cultural para impedir la destrucción de una diversidad indispensable. Pero si lo conseguimos, nada estará resuelto, en primer lugar porque las fuerza del mercado seguirán desbordando a los negociadores políticos, y, sobre todo, porque es , nosotros mismos a quienes corresponde reforzar material culturalmente nuestra capacidad de creación, y sobre todo nuestra sensibilidad de intelectuales o de artistas, con la experiencia -lo que los alemanes llaman el mundo vivido- de nuestros contemporáneos.
es sociólogo y director del Instituto de Estudios Superior de París.
Babelia
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