Naranja amarga
La inmensa mayoría de quienes saben quién fue y qué hizo por aquí Anthony Burgess es por lo único con lo que él no comulgó ni, una vez que lo vio, deseó haber contribuido a hacer: la película sobre su novela La naranja mecánica que realizó Stanley Kubrick. Ganó dinero con ella y Burgess no le hacía ascos a los forros: "Escribo para pagar la luz y el alquiler de mi casa". Además, aunque le atraía el exceso, era gentil con sus amigos y Kubrick parece que lo fue. Pero cuentan que se bebió media Escocia y que, cuando el jugo de las colinas le caldeaba un poco la lengua, metía a la dichosa película en el mismo saco de gimnasio donde entrenaba -con Moisés, Juan XXIII, Napoleón, Trotski, Hemingway y Jehová dentro- su tremenda musculatura para el boxeo verbal, deporte en el que zurró duros puñetazos a incontables contemporáneos.He aquí el que asestó -en el mentón, pero con cautela: sin nombrarle- a Kubrick por esa Naranja mecánica que llevó el hasta entonces casi clandestino nombre de Burgess a las bocas de media humanidad: "Es un libro teológico, y nadie entendió esto. Por desgracia, la película lo hizo popular. Una película pornográfica. Y a mí, que soy tímido, no me gusta la violencia ni la pornografia". Y otra caricia, esta vez en el contraluz de la muerte de Orson Welles, al que consideraba un bromista genial: "Kubrick es de los que deslumbran la vista y a veces oscurecen el mensaje esencial". Odió Burgess lo que más dinero y renombre le dio, por lo que su refinada afición a la paradoja le llevó a desconfiar de la fama y a beberse la riqueza.
Le admiraba lo que el cine, aunque en raras ocasiones y a contrapelo de quienes lo hacen, proporcionó al arte de este siglo. Pero no soportó que "el cine esté en manos de abogados y contables, que tienen miedo al arte". De ahí que se hiciera el sordo ante los susurros verdes de quienes querían comprarle la pluma para ponerla detrás de su negocio.
Babelia
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