Sus colores
Cuando le conocí, yo era 11años más dogmática que ahora y estaba llena de prejuicios contra su catolicismo militante, pero bastaron cinco minutos para que me enamorara de él, y eso que ignoraba que había tocado el piano en un pub, seguramente una de las profesiones más dignas que conozco. Anthony Burgess llevaba el pelo en cortinilla sobre un rubicundo rostro de buen bebedor y charlaba sin parar, en cualquier lengua- era filólogo y tenía un enorme respeto por la palabra- y no perdía el tiempo a la hora de enumerar sus fobias. En aquel tiempo -mediado el 82- saboreaba el éxito de su novela Poderes terrenales y aprovechaba pata defender su idea de que Juan XXIII había sido el peor papa del mundo. Cuando me dijo que era daltónico, lo comprendí todo.Fue Inglaterra la que le hizo así. Un irreverente. Católico y mordaz en un país de protestantes pusilánimes, nacido en Manchester, en el seno de una familia papista y entregada a la música. Esta última disciplina fue lo primero que le atrajo, pero -como me dijo guiñándome un ojo- a los 37 años lo dejó después de darse cuenta de que Mozart había muerto a esa edad dejando tras de sí un trabajo mucho más complejo.
Este hombre locuaz, en cuyo viaje iba acompañado por su segunda esposa, aficionada como él al buen vinillo español -la primera. murió en el 68, de cirrosis-, pasó parte de la II Guerra Mundial sirviendo al Ejército británico en el Peñón de Gibraltar y fue detenido y encerrado durante tres días en La Línea de la Concepcion por proferir insultos contra Franco. Aparte de su fobia a la misa en latín y a la idea de que el amor lo soluciona todo, odiaba también a los homosexuales masculinos. Para esto era muy clásico: a las chicas nos lo perdonaba todo. Posiblemente parte de su estrafalario carácter se debía al hecho de haber nacido daltónico en la misma ciudad en que lo hizo John Dalton. Era un hombre tremendamente tierno, inteligente hasta decir basta y capaz de convertir la vida a su alrededor en una alegría. Con colores distintos, pero alegría.
Babelia
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