La bandera Palestina ondea en Jerusalén
Los soldados israelíes asisten impasibles al júbilo de los seguidores de Arafat
Abdula Abu Jaled rompió a llorar en silencio. Sus lágrimas, gordas como perlas, se fundieron con el sudor. "Ya me había hecho a la idea de que me moriría sin ver esto", dijo secándose los Ojos con el dorso de la mano. Abdula, un empleado de una farmacia del Jerusalén árabe, acababa de ver pasar una caravana de coches rebosantes de jóvenes, de jubilosos chebab que sacaban medio cuerpo por las ventanillas y hacían con los dedos el signo de la victoria. Los coches atronaban las calles con el sonido de sus cláxones. Llevaban en los capós retratos en colores de Yasir Arafat. Sí, retratos de Arafat. Y los soldados israelíes, seguros y serenos tras sus gafas de sol y sus fusiles de asalto, les dejaban hacer.Me fundí en un largo abrazo con Abdula, al que acababa de conocer. "Mabruk, felicidades", le dije. "Al handulilá, al handulilá, alabado sea Dios", replicó. Entonces ocurrió lo que ocurrió. No pude retener mis propias lágrimas. En mi cabeza se atropellaban las imágenes de las mujeres llorando a sus hijos recién destrozados por los bombardeos de la aviación israelí en los campamentos de refugiados palestinos de Líbano, las relampagueantes escenas de los adolescentes de Gaza tirando piedras a la tropa israelí, la instantánea de Arafat recibiéndome con una amplia sonrisa en una madrugada tunecina... Durante muchos años había estado informando de las desdichas de los palestinos en su tierra y en la diáspora. Pero ayer cubría algo completamente insólito en este rincón del mundo: una jornada de fiesta, una jornada de paz.
Empezó poco antes del mediodía. Apenas se acababa de secar la tinta del rotulador con el que Isaac Rabin había firmado el texto por el cual Israel reconoce a la Organización para la Liberación de Palestina (OLP) como representante del pueblo palestino, cuando Georges, el veterano conserje del American Collony Hotel, irrumpió en el patio sombreado por las palmeras y los naranjos. "¡Nuestra bandera, nuestra bandera!", gritaba. "!Vengan a ver nuestra bandera!".
Un grupo de periodistas corrimos hacia donde nos guiaba Georges. En la fachada del teatro Al Hakawati colgaban dos inmensas enseñas con tres franjas -una negra, una blanca y una verde- arrancando de un triángulo rojo. De las ventanas del teatro salían cabezas que sonreían, aplaudían y hacían el signo de la victoria. Abajo, en la calle, había dos vehículos militares israelíes. Los boinas verdes no tenían la menor intención de retirar esas banderas. Hace apenas unas horas, hubieran partido la cara, como mínimo, al que hubiera osado exhibir en Jerusalén la prohibida enseña palestina.
Apareció un coche de fabricación japonesa con un joven palestino al volante. Su roja carrocería estaba tapizada con fotos de Arafat. Los soldados se interpusieron en su camino. "¡Si ya hemos firmado, ya hemos firmado ... !", gritó el conductor. Los soldados miraron a su oficial. Con un leve gesto de la cabeza, el oficial autorizó al coche a seguir circulando. En esta calle del Jerusalén árabe, entre el teatro Al Hakawaiti y el American Collony, se acababa de materializar la primera demostración de que los descendientes de Isaac y los de Ismael apostaban por la convivencia en su hogar común.
Durante los últimos meses el palacete otomano de la New Orient House había sido el centro oficioso de la futura administración palestina. Los israelíes toleraban que Faisal al Huseini, Sari Nuseibi y los suyos trabajaran allí con amplia libertad, siempre y cuando respetaran una cada vez más anacrónica formalidad: nada de proclamar abiertamente las relaciones de la New Orient House con la Organización para la Liberación de Palestina y su líder, Arafat. Para Israel la central palestina seguía siendo una "banda de terroristas" y Arafat "un asesino".
Cuartel general
Ese muro cayó ayer cuando Sari Nusseibi proclamó delante de un montón de cámaras de televisión: "Desde este momento, la New Orient House debe ser vista como el cuartel general en Jerusalén de la OLP". Una veintena de chavales bailaba al son de una canción en árabe cuyo estribillo rezaba: "Abu Amar es nuestro líder, Abu Amar es nuestro líder". Esa idea, la de que Abu Amar, es decir Arafat, encama la identidad palestina había tardado en abrirse su camino en las cabezas de los israelíes. Pero, al final, los más lúcidos, Isaac Rabin, Shimon Peres y muchos otros, habían terminado aceptándola.
Dos jóvenes trepaban ya por la fachada principal del New Oriente House. Arrastraban una bandera palestina de varios metros cuadrados. La colgaron en medio de un nutrido aplauso y allí se quedó todo el día.
Todo iba muy de prisa. La siguiente escena fue también escalofriante. Una caravana de coches decorados con fotos de Arafat abandonó en tromba la New Orient House. A los pocos metros se encontró con una barrera de uniformes verdes y fusiles de asalto. Fotógrafos y cámaras de televisión se prepararon para recoger el inminente enfrentamiento. Del primer coche descendió un tripudo y sonriente palestino. Se dirigió a los soldados israelíes y les dijo: "Shalom, shalom, es la paz". El joven y severo oficial de Tsahal asintió. "Mire usted", dijo, "pueden ustedes circular siempre y cuando quiten las fotos de los parabrisas. Tienen ustedes que respetar las normas de tráfico: ningún objeto en los parabrisas que dificulte la visibilidad del conductor. Es por su propia seguridad". Los manifestantes quitaron las fotos de Arafat de los parabrisas, las pusieron sobre el capó y se fueron tocando el claxon a recorrer las calles del Jerusalén árabe.
No todos eran felices
En la empedrada ciudad vieja se respiraba la paz. Al mediodía los musulmanes fueron a rezar a la mezquita El Aksa. Al lado los ultraortodoxos judíos dieron cabezadas contra el muro de las Lamentaciones. En la puerta de Damasco y alrededores los palestinos vendían frutas, hortalizas y verduras. También periódicos. "Israel reconoce a la OLP", anunciaba a toda plana el diario israelí The Jerusalem Post. "¿Tú crees, habibi, que ya puedo sacar a la venta las camisetas con nuestra bandera?", me preguntó Mahmud, el propietario de una tienda de recuerdos.
No todo el mundo era feliz. A diez minutos en coche de la ciudad amurallada, en las frondosas colinas que albergan la oficina del primer ministro, la sede de la Knesset (el Parlamento israelí) y otras instituciones, varios grupitos de halcones judíos seguían berreando contra el proceso de paz. "¡Traidor, traidor!", gritaban mirando el edificio en el que Isaac Rabin había firmado el reconocimiento israelí de la OLP. "Dios castigará a Israel por esta repugnante entrega a los árabes de parte de nuestra tierra sagrada", dijo David Kohn, un musculoso estudiante de bachillerato con la coronilla cubierta por una kipa.
Caía la tarde sobre la Ciudad Santa. Los almuédanos llamaban a los musulmanes a la oración mientras los judíos se preparaban para comenzar la jornada del shabat. En la New Orient House seguía la fiesta. Un grupo de gaiteros ofrecía un concierto en el patio delantero. Vestían uniformes de camuflaje. ¿Quiénes eran? "La primera unidad palestina que aparece en Jerusalén", me dijo una jovencita con una sonrisa pícara iluminando el crepúsculo. Paz, salam, shalom en la Ciudad Santa. Al menos por un día.
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