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La sanidad agobiada

En los últimos cinco años, la asistencia sanitaria pública española ha generado un déficit de 1,541 billones de pesetas (diferencia entre las sumas de las cantidades anuales presupuestadas por el Insalud estatal, 9,272 billones, y las del gasto final reconocido, 10,813 billones). Los presupuestos iniciales crecieron cada año un 15,7%, como media, pero año tras año, sin un respiro, fueron desbordados por el gasto real: 290.000 millones de pesetas más en 1988, 318.000 en 1989, 320.000 en 1990, 360.000 en 1991 y 253.000 en 1992.La deducción inmediata es que la sanidad pública necesita más dinero. La cuantía y la constancia de los déficit anuales expresan, sin duda, una insuficiencia presupuestaria. Esta verdad patente, sin embargo, no es más que un síntoma llamativo que a menudo, por ignorancia, ideología o interés, se toma por la enfermedad y conduce a demandar un remedio tan simplista como ilusorio: aumentar el dinero público hasta que sea bastante. En realidad, el déficit permanente es efecto del propio carácter inabarcable y elástico de la asistencia sanitaria que impide distinguir cuándo bastante es bastante: las necesidades médicas son indefinidamente expansibles (Evans, 1990), todas están socialmente justificadas por anticipado (desde el trasplante de un órgano hasta el cuidado de una rozadura) y, empujadas por la marcha de la ciencia, el envejecimiento de la población y el ascenso del nivel de vida, progresan de modo muy acelerado en las sociedades industrializadas. De hecho, los sistemas de salud pública de libre acceso universal asumen, con recursos limitados por naturaleza, la prestación de unos servicios sin límites naturales. Así pues, siempre habrá motivos para afirmar que la sanidad pública se encuentra infrafinanciada.

Este conflicto gravísimo no puede, obviamente, resolverse con un incesante incremento del dinero en persecución inacabable de unas necesidades galopantes. Sería una carrera absurda que muy pronto elevaría el coste de oportunidad sanitario (aquello que la mayor asignación de recursos a sanidad obligaría a desatender en otros servicios públicos, como educación, vivienda, justicia, seguridad, cultura, infraestructuras, etcétera) a un grado insoportable. Sólo cabe limitar las necesidades para hacerlas de la misma condición limitada que los recursos, es decir, confinar la fracción del gasto público que España realmente puede y decide destinar a sanidad, sea de una manera genérica (presupuestos globales estrictos), que conlleva un racionamiento encubierto y arbitrario, sea por la exclusión transparente de ciertos servicios. "Delimitar, con respeto a la equidad, las prestaciones básicas que han de ser cubiertas mayoritariamente con recursos públicos por formar parte del núcleo de solidaridad del sistema" (Informe Abril, rec. 44).

El racionamiento es ineludible, y para ser justo y eficiente ha de ser explícito, no oculto. Hay que hacer a plena luz elecciones delicadas, dolorosas e impopulares: "Quién se va sin qué" (Cooper, 1992). En las sociedades desarrolladas, con grupos de renta alta, no parece equitativo que los beneficios de la solidaridad comprendan por igual a todos los ciudadanos. Es preciso definir la asistencia fundamental, que el sistema debe asegurar a todos, y regular los beneficios complementarios y accesorios en función inversa a los ingresos. Esta selección es hoy el remedio más democrático para una sanidad pública as fixiada, y crece el número de países que lo aplican. Holanda, Italia, Portugal, Rusia, Ucrania, varios Estados norteamericanos (Hawai, Minnesota, Nueva Jersey, Oregón, Vermont, etcétera), han elaborado o preparan "paquetes básicos" de asistencia universal financia da con fondos públicos, y muy probablemente - la federal reforma Clinton, tan demorada, seguirá una vía análoga. Canadá no abona los medicamentos en la asistencia ambulatoria, salvo en parte a los ancianos (pagan un ticket en 8 de los 12 Estados). Desde 1989, Alemania ha limitado por ley el crecimiento de los gastos sanitarios al de los salarios, y otras naciones estudian ajustes en el consumo sanitario público.

El sistema nacional de salud español continúa, sin embargo, asentado en la ilusión. Niega, de hecho, que los recursos sean finitos: abierto a todo, ofrece el imposible de asistir en todo a todos y en todo momento (excepto las prótesis odontológicas, las -gafas y, ahora, cierto número de fármacos menores y, baratos). Ninguno de los todavía recientes programas políticos ha dejado de ser complaciente con este cheque en blanco. Resulta así una sanidad pública entendida como causa romántica y sumida en una enfermiza impotencia financiera que le obliga a fabricar un déficit perpetuo. Tal como está, y mucho más frente a la crisis económica y las exigencias de la convergencia con Europa, su porvenir es difícil y oscuro. Cada día más.

Las declaraciones de amor al sistema, tan frecuentes y apasionadas en algunos medios sindicales, partidistas y afines, son desmentidas en la práctica por el silencio y la pasividad ante el estado de corrosión financiera de la sanidad pública, un serio riesgo que ella misma origina y que es, además, factor degradante de muchos aspectos de la asistencia. Afrontar la realidad cuanto antes es condición imprescindible para afianzar el sistema, y las últimas medidas oficiales dirigidas a la contención del gasto y mejora de la eficiencia -financiación selectiva de medicamentos, plan de gestión del Insalud- son, aparte de escasas, de muy corto auxilio. Parecen evasivas que remiten al futuro el gravísimo conflicto económico y el coste político de encararlo. (La financiación selectiva de medicamentos arrastra, incluso, una larga experiencia de ineficacia: en todos los países en que ha sido establecida -Alemania, Bélgica, Holanda, Reino Unido, Suiza, etcétera fueron necesarias poco después otras disposiciones más efectivas, como la promoción de los medicamentos genéricos, los precios de referencia y el presupuesto indicativo. Tales precedentes generales no permiten confiar en las difundidas previsiones de nuestras -autoridades farmacéuticas de reducir el incremento del gasto en medicamentos del 16% al 7% en 1994).

Otra forma de cerrar los ojos, instalada ya como un nuevo mito en no pocos grupos políticos y sanitarios, es la apelación a la media de la CEE o de la OCDE, según convenga, como argumento de autoridad para. pedir más dinero. Dicen así: el gasto sanitario público español es todavía muy inferior al que corresponde al desarrollo económico del país, dado que el porcentaje del PIB que España destina a sanidad es más bajo que la media de los porcentajes dedicados al mismo fin por las naciones de la CEE o de la OCDE. Una simplificación falaz, porque: a) se ha desmostrado con reiteración y rigor que el gasto sanitario de un país depende en más del 90% del grado de riqueza nacional, y es, por tanto, engañoso comparar uno solo de los dos términos de esa relación; han de compararse ambos y juntos, gasto sanitario y riqueza, y cuando para hacerlo así se elabora con los datos de las 24 naciones de la OCDE una recta de regresión, España se sitúa en ella en el lugar que por su PIB le corresponde; y b) el gasto sanitario público en España supone el 78% del gasto sanitario total (OCDE Health Data 1990), porcentaje superior a los de Alemania, Australia, Austria, Canadá, Estados Unidos, Francia, Grecia, Holanda, Ir1,anda, Italia, Japón, Portugal, Suiza y Turquía, y más alto también que la media (aquí significativa, ya que el porcentaje expresa una circunstancia simple) de la CEE (77%) y de la OCDE (74%).

Enrique Costas Lombardía es economista.

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