Revisar la vida
Rayuela y Cortázar forman parte de nuestra memoria y eso condiciona los juicios estéticos. Para los lectores de entonces, los años sesenta no son hoy los de ese 68 parisiense que algunos se han inventado de modo fraudulento: aquellas proclamaciones ácratas poco tenían que ver con nuestra opaca realidad. Lo mejor de aquel tiempo son, al cabo, algunos libros: La ciudad y los perros, Cien años de soledad, Rayuela...La penetración fuerte en España de la novela de Cortázar comenzó al final de la década. Por entonces se pusieron de moda las cenas de cronopios, los juegos de cronopios: un modo ritual de desmarcarse del ceniciento orden en vigor. Los libros de Cortázar se devoraban.
Pero la agridulce materia de las rememoraciones ninguna relación guarda con la literatura, que es puro presente cuando se manifiesta de modo pleno: la Iliada, por ejemplo, se nos aparece como recién escrita después de casi tres milenios. ¿Y Cortázar? ¿Y Rayuela?, vengamos a ella, es la novela del lenguaje, de las innovaciones formales, de las estructuras abiertas, de la subordinación de la narratividad a la búsqueda de otros valores. En una "nota pedantísima", en el capítulo 79, Morelli, el álter ego del autor, lo dice claramente. Se trata de no recluir al lector en un ámbito novelesco, sino de convertirlo en cómplice "al murmurarle, por debajo del desarrollo convencional, otros rumbos más esotéricos". En suma, Cortázar se situaba en la línea del experimentalismo.
Hoy, la narrativa transita otros caminos. Vivimos en la órbita estética fijada por el maestro Borges cuando advirtió, en una página luminosa sobre la condición fallida de todo experimento literario. Rayuela fue un experimento, marcado además hasta el exceso por todos los elementos de la época en que fue escrita: posexistencialismo, apoteosis del lenguaje, metaficción, naturaleza abierta de la obra artística, estética pop...
Seguramente carecemos aún de la perspectiva necesaria para emitir un juicio definitivo sobre la obra. Estos 30 años de Rayuela no llegan, sin embargo, en el mejor momento. La narratividad ha regresado, y con ella la vieja función social del fabulador. Con todo, sería insensato negar la brillantez -densidad y humor a la vez- de muchas páginas de Rayuela, su abrumadora inventiva verbal, la fresca incitación a revisar la vida que postula, más allá de sus audacias técnicas, el sueño, en fin, de un hombre auténtico, libre. Son razones poderosas para hacer de la novela un texto clásico, indispensable incluso para ser discutido.
Hay, además, otro Cortázar que ha resistido con firmeza los vaivenes del gusto: el cuentista. El autor de Todos los fuegos el fuego fue un discípulo aventajado de Borges. En su estela, expresamente aceptada, alumbró muchos relatos ciertamente perdurables. Valgan, por ejemplo, Casa tomada, Carta a una señorita de París, El perseguidor o Autopista del sur. La suma de fantasía y realidad, el férreo rigor constructivo y la a¡reación poética, cristalizan en productos únicos en la literatura contemporánea de lengua española. Es significativo: lo cerrado sustituye aquí a lo abierto de las novelas (Rayuela, pero también Los premios, 62 / Modelo para armar, etcétera). Hay que releerlos; debemos acercarnos a ellos, cronopios escépticos de aplazados sueños pero firmes en la pasión de las palabras.
Babelia
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