Don Juan
No puedo recordar el año, sería quizá 1970. Recuerdo muy bien, en cambio, a don Juan caminando hacia su casa con la bufanda enrollada al cuello. Don Juan era entonces más joven que yo ahora. En realidad, lo ha sido siempre. Don Juan ha sido siempre más joven que sus propios discípulos. A partir de los 40 años es muy dificil mantener con vida la curiosidad. Mejor dicho: mantener vivientes las curiosidades. En la edad madura la curiosidad se vuelve selectiva y las personas tienden a centrarse en una pequeña parcela del mundo para conocer algo, un detalle posiblemente, antes de que sea demasiado tarde. Pero don Juan mantenía abierta toda una batería de curiosidades. Se le podía ver un mes leyendo a Leibniz y al siguiente apasionado con un tratado de heráldica o viajando a Calcuta, construyendo presas o inspeccionando túneles, y en cada ocasión como si tuviera toda la vida por delante. Era, ha sido siempre joven en el único buen sentido que se le puede dar a la palabra. Sólo es joven quien todavía no se ha reconciliado con el mundo y sigue investigándolo sin fatiga. Don Juan no se resignó jamás.Infame nación sin nombrePara gentes que vivían en la más desesperante de las complicidades entre población y tiranía, con la cotidiana dosis de mentira pública y resignación privada, en aquella infame nación sin nombre, arrasada finca explotada por unos cuantos rufianes (no muy distintos de los actuales), descubrir que aún era posible la insolencia frente a la resignación era un alivio. Los libros de don Juan tenían la insolencia que es imprescindible en toda creación artística verdadera; una insolencia que él había aprendido leyendo a Dickens, a James, a Faulkner, a Kafka, a los insolentes. Pero no hablaba de eso apenas.En aquellos años se hablaba principalmente de música. En una buena sesión don Juan podía, con suma facilidad, imitar los gestos escénicos de media docena de personajes wagnerianos, con el tocadiscos a todo volumen y la concurrencia vaciando botella tras botella de JB. De madrugada, sin embargo, era imprescindible la escenificación de un viaje en Renfe, con los invitados cabeceando por el suelo, la llegada del revisor (don Juan cubierto por una gorra espléndidamente torcida sobre la oreja) que abre de golpe la luz cegadora que se enciende sobre las fatigadas cabezas, don Juan gritando: "¡Hagan el favor! ¡Billilleteeees, bliiiilleeeetees!", y alguien (¿Sarrión?) que pregunta, invariablemente: "¿Cuanto falta para Sabiñánigo, señor interventor?".
Nadie se iba a dormir sin su viaje en Renfe. A veces, incluso lo repetíamos por lo bien que nos había quedado. Siempre era posible mejorar los detalles; alguien sugería que en lugar de Sabiñánigo era más propio preguntar por Motilla del Palancar, pero entonces se hacía necesario consultar la guía de Renfe para averiguar qué tren pasaba por Motilla, ¿correo, exprés, semidirecto?, y así hasta el amanecer. Nadie quería irse a dormir sin su viaje en Renfe. Nadie debería irse a dormir sin su viaje en Renfe. Nadie debería irse a dormir.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.