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Tribuna
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Tragos de tinta y de sangre

Una parte esencial de la literatura contemporánea está escrita con tinta destilada de uva, de cebada o de enebro. Sin el alcohol de la sangre y los tinteros de quienes la escribieron, la agonía de este siglo no se entendería del todo. El enigma consiste en que hay creadores -siempre muertos, pues no hay creación en términos absolutos hasta que la muerte cierra el círculo de la tarea de un escritor y convierte sus múltiples escritos en uno sólo- que alimentan con esta dura droga los movimientos más imperceptibles, y paradójicamente más enérgicos, de su escritura.El alcohol se cuela, como el viento en una rendija, en los entrelineados de este idioma, cuando Ignacio Aldecoa entra en alguna taberna de cazallas y matarratas. Como las grapas se filtran en las páginas donde Cesare Pavese cuenta, desde su sobriedad de loco y adulto, sus borracheras de adolescente. Dos escritores raros, deudores del inglés, lengua con accesos más libres que el castellano y el italiano al interior de la destilería imaginaria que convierte el alcohol en entramado invisible de un relato.

No es que estos relatos nos hagan ver malos tragos de mala muerte, sino que en sus arterias circula en alcohol, y éste se bebe leyéndolos: no narran la aventura del alcohol, sino la aventura de vivir, vivida dentro del alcohol. Sólo así se explica que Jack London logre penetrar en la estancia sin puerta de El silencio blanco y, hablando de nieve, hable de alcohol o de muerte. O que leer Bajo el volcán es más que leer el relato de la muerte de un borracho: es beber el mezcal con que Malcolm Lowry impregnó su pluma para relatarla. Y otra manera de leer a Poe y Harnmett: una manera que nos devuelve ecos inesperados y que incluso explica lo inexplicable. Por ejemplo: leyendo El río del búho se desvela el misterio de la desaparición de Ambrose Bierce tras las huellas de Pancho Villa en Tijuana, hacia 1910.

La lista es larga, y si se sale del relato escrito y se entra en el relato filmado, sería interminable. Faulkner dijo: "Con una copa crezco, con dos me agiganto y con tres me hago infinito". Es una proclama que nos hace entender -por ejemplo y entre muchos- por qué un actor llamado Spencer Tracy sólo si estaba borracho podía representar la sobriedad y así convertir su gesto en gesto universal. Un capítulo poco conocido de la parte que al mal le corresponde en la creación de belleza.

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