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Tribuna
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Sabia actualización

El idioma no es un producto hecho, sino una actividad permanente, una energía viva en perpetua transformación; de ahí la necesidad de actualizar el diccionario, señala el autor, tal como sabiamente lo está haciendo la Academia.

Debemos recibir con alegría estos últimos diccionarios de la Real Academia, en que se recogen todos nuestros modismos, hasta con vocablos inventados urgentemente por los chicos en su jerga, que desaparecen con la misma urgencia que requiere toda jerga que se inventa para aislarse de los grandes. Es preferible que a los encargados del diccionario se les vaya la mano en estos casos, en lugar de odiosas (y perecederas) prohibiciones. Y nos alegramos aquí porque hace casi medio siglo tuvimos que combatir contra los injustificados ataques que recibíamos desde Madrid, como cuando Leopoldo Alas dijo: "Somos los amos de la lengua". Es justo recordar, sin embargo, que el gran Menéndez Pidal respondió: "¡Qué vamos a ser los amos! Seremos los servidores más adictos de ese idioma que a nosotros y a los otros señorea por igual y espera de cada uno acrecimiento y señorío". Nuestro amigo Amado Alonso pensaba lo mismo, y eso nos compensaba cuando éramos atacados hasta por un poeta de la calidad de Dámaso Alonso, que dijo, hacia la década del cincuenta, que "nuestro idioma común está en peligro pavorosamente próximo", agregando, luego: "Un siglo de profundas agitaciones pueden convertir las quiebras en abismos insalvables". El formidable empuje de la ficción hispanoamericana en la segunda mitad del siglo demuestra que Dámaso Alonso era un magnífico escritor pero un precario profeta.El colmo de estas agresiones fue perpetrado por Américo Castro, a propósito del encantador Juvenilla, de Miguel Cané: denunciaba que en la Argentina Ias capas inferiores están actuando anárquica y absurdamente sobre el idioma", de donde infería "desequilibrio y perversión colectiva". Borges refutó con feroz ironía sus admoniciones, y yo mismo agregué: "¿Cuándo un pueblo ha actuado en forma distinta on la lengua? No, por cierto, la propia España, donde el latín de la soldadesca romana se fue transformando en catalán, gallego y castellano, más absurdamente alejados de la lengua ciceroniana que la modesta modalidad argentina". Parece increíble que don Américo, excelente en otros trabajos, pueda emplear la palabra "absurdamente" con respecto a la evolución de los idiomas, porque si hay algo que nada tiene que ver con la lógica es una lengua. Buena parte de los franceses, inventores de la Academia y fanáticos creyentes de la racionalidad de todo y en especial de las lenguas, llegaron a decir cosas tan disparatadas como las de Rivarol: "En vano las pasiones nos trastoman y nos incitan a seguir el orden de las sensaciones; la sintaxis francesa es incorruptible. De allí nace esa admirable claridad, base eterna de nuestra lengua". A nosotros, los bárbaros, no nos parece tanto y entramos a dudar de ese dictamen cuando tropezamos con expresiones Qu'est-ce que cest que ça? (literalmente, en castellano: "¿Qué es eso que eso es que eso?") que, modestamente, nosotros decimos %Qué es eso?". Y Voltaire reiteraba la racionalidad, la precisión y la concisión de su idioma, como lo demuestra sin ir más lejos algo que se dice millones de veces por día en los negocios y en los cafés de Francia: Merci, beaucoup, que literalmente debería significat "Misericordia, bello golpe".

No pretendemos señalar esos defectos, que tienen todas las lenguas, sino revelar hasta qué punto los franceses defienden la lógica de su idioma con espectaculares irracionalidades. Todos los idiomas son indecorosamente ilógicos. Nosotros mismos llamamos físico atómico a un científico que se ocupa del átomo, sin sugerir que es alguien que en cualquier momento puede estallar por las Tuerzas nucleares; y, en cambio, no denominamos médico tuberculoso a un especialista en tuberculosis. Sobre estos problemas sería bueno que los jóvenes estudiantes leyesen a Karl Vossler, olvidado por el neopositivismo, y publicado por el Instituto de Filología de Buenos Aires hacia 1940.

La gramática oscila entre sus pretensiones lógicas y sus convenciones tradicionales, extremos que no tienen la menor defensa, ya que ni la gramática puede fundarse en la lógica ni las concepciones son inmutables. Desde Humboldt se sabe que el idioma no es un producto hecho, sino una actividad permanente, una energía viva en perpetua transformación, y de ahí la necesidad de actualizar el diccionario, tal como sabiamente lo está haciendo la Academia, renunciando para siempre a la labor policial.

Barbarismos viventesDespués de todo, siempre se es bárbaro respecto de lo anterior, como Dante lo fue respecto del latín. Siendo así, quedémonos con los barbarismos vivientes y no con los petrificados barbarismos de otros tiempos.

Es de felicitarse que las últimas ediciones del diccionario de la Real Academia haya ido incorporando esas indecencias del lenguaje en que se vive y se muere. Dante habrá sentido, qué duda cabe, la crítica de los retóricos de su tiempo por escribir su obra magna en dialecto vulgar, cuando tenía a su alcance el limpio y esplendoroso latín; pero debe de haberles vuelto su espalda, como diría él, in gran dispitto. Cuando Pantagruel perdió su camino y preguntó a un caminante, éste le respondió en latín, y luego, como el buen gigante no le entendía, en jónico, en gótico y no recuerdo ahora en cuantos otros idiomas. Entonces Pantagruel lo tomó de los fondillos del pantalón y lo sacudió, momento en el cual, asustado, el pedantuelo le respondió en buen idioma materno: en dialecto lemosín. Muchos escritores prefieren emplear palabras presuntuosas, en parte porque a nadie le gusta mostrar a las claras que lo que dice es una trivialidad, y, además, porque detrás de sus ruidos no hay ni auténtica vida ni auténtica muerte: no hay más que literatura.

Tuve la suerte de gozar como profesor de idioma a don Pedro Henríquez Ureña, en el colegio secundario que en aquellos tiempos formaba parte de la Universidad de la de La Plata, fundada por Joaquín González, que imprimió su sello humanístico a todas sus dependencias. Henríquez Ureña rechazaba todo intento de cristalización del lenguaje, y su doctrina se manifestaba en su enseñanza, que impartía mediante los ejemplos de los grandes escritores, no a través de las rígidas normas gramaticales. Solía repetir: "Donde termina la gramática empieza el arte", lo que significaba que no se pueden imponer normas a los creadores. Enseñaba el lenguaje con el lenguaje mismo, tal como Hegel afirmaba que se debe enseñar a nadar nadando; no exigía un previo aprendizaje gramatical, sino, más bien, daba ese conocimiento a medida que el aprendizaje empírico del lenguaje en los escritores valiosos lo hacía indispensable, como un guía que nos sirve para recorrer una compleja y desconocida ciudad, y sólo entonces. La poco gramática que aconsejaba era a través de las correcciones que hacía a nuestros trabajos. En aquel colegio no hubo preceptiva, disciplina que don Pedro rechazaba como el disfraz de la vieja retórica latina; ciencia con la que los romanos (pueblo en parte de imitadores y legisladores) pretendían enseñar la creación de la belleza; siendo que el arte, repetía, no puede reducirse a reglas ni fórmulas; y la gramática la veía como el imperfecto conato de una ciencia del lenguaje, sobreviviente de aquellas rígidas normativas. Muchos académicos -nos decía- imaginabana que una lengua sin codificación terminaba en el desorden, cuando las obras maestras de la literatura griega se escribieron sin ninguna especie de gramática. Tampoco se hicieron con preceptivas el Cantar de los Nibelungos, la Canción de Rolando, el Cantar del Mío Cid,' el romancero español, los poemas religiosos, las narraciones caballerescas, la Divina Comedia, y los Sonetos de Petrarca. Y aunque el Renacimiento trató de imponer las normas latinas, y en parte lo consiguió, los escritores poderosos fueron siempre rebeldes, de modo que importantísimas obras se levantaron sin esas ordenanzas: el teatro de Shakespeare, el de Lope y Calderón, y toda la novelística, desde El Lazarillo de Tormes hasta el Quijote.

El idioma lo hace la comunidad lingüística toda, de modo misterioso, disparatado pero vivo. Dante, que manejaba admirablemente el latín, en el que escribió el tratado sobre la monarquía, usó para su obra maestra la lengua del pueblo, lo que se denominaba lengua vulgar, porque esas obras que tratan de seres humanos, vivientes y sufrientes, se hacen con sangre y no con tinta, con las palabras en que se mama, se vive, se sufre, se quiere, se enfurece y se muere. Del mismo modo, Gonzalo de Berceo decía en el siglo XIII:

Quiero fer, la pasión del señor sant Laurent

en romanz, que la pueda saber, toda la gent

La lengua de los castellanos, que era una lengua bárbara, no el hermoso latín que sabía manejar, pero que no llegaría al corazón de su pueblo. Por eso, me he permitido aconsejar a mis amigos de Galicia que no traten de restaurar el gallego del siglo XII, que es un idioma muerto, sino recoger el de los- aldeanos de este tiempo, que por su misma miseria siguieron humamente alterando aquel primitivo y hermoso lenguaje en que Alfonso el Sabio escribió sus Cantigas.

Y honremos a la gran Rosalía de Castro, quien, por ser hija natural de un cura y de una dama de hidalguía, fue mantenida oculta en una aldea de Galicia, expresando su amargura en aquellos versos que dicen:

E tamén vexo enloitada

de A Retén a casa nobre,

donde a miña nai foi nada,

cal viudiña abandonada

que cai triste é pé dun robre.

Histórico roble, nobilísimo roble, como la propia Rosalía, que daría genial lustre a dos padres cobardes.

es escritor argentino.

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