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Tribuna
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El silencio elegante

A mediados de los años sesenta, cerca de las olas rompientes del malecón habanero y contra el viento, se lograba ver tras una maraña de hojarasca y trepadoras de una masión fantasmal, a una anciana menuda, con la espalda muy recta, que miraba el mar y hablaba sola. Pocos años después, cuando la mitad de la casa de los espejos ya no tenía techo y el jardín era realmente el de las estatuas sepultadas, se cambió a su otro palacete. Fue un traslado sigiloso, sin alarma, sin prisas.Es Dulce Maria Loynaz del Castillo el último bastión de la gran poesía cubana. Su dignidad solitaria la ha convertido en un mito viviente, su elegante silencio es una muestra de otros valores olvidados en aquella tierra convulsa; pero su leyenda viene de lejos. Su padre era un general del ejercito cubano que luchó por la independiencia de la isla en el siglo pasado Los hermanos Loynaz también hacían travesuras, verdaderos happenings de época. Cuentan que en una finca de Arroyo Naranjo, en las afueras de la capital, convocaron a lo mejor de la sociedad habanera. Al llegar, en diez féretros, el banquete estaba dispuesto: "Si somos materia muerta, comamos aquí" dicen que dijo Carlos Manuel, niño terrible y desdichado, último retoño de la saga y trágico modelo de una generación perdida entre el oropel y la caña de azúcar. El chico tenía una enorme limousina de puertas de mimbre. Un día la quemó: había montado en ella una mujer. La otra hermana, Flor, para muchos era la que mejor escribía. Se especializó en poemas breves que dispersó o destruyó voluntariamente, hizo dibujos por millares, tuvo una vida agitada entre, el alcohol y el espiritismo hasta que sobre ella llovieron todas las tormentas posibles.

Los Loynaz tenían el don de la oportunidad. Estaban en Egipto justo en el momento de los grandes descubrimientos arqueológicos, y ella escribió entonces su Carta de amor a Tut-An-Amen. Por la misma regla mágica de tres, una seducción con cucharillas de oro y licores dulces fue misteriosamente ejercida sobre todo artista, poeta o similar que pisaba aquella Habana gloriosa donde no faltaron Arthur Rubinstein, Anna Pavlova, Houdini y García Lorca. El realismo mágico del boca a boca ha tejido muchas fantasías sobre la visita de Federico a las posesiones de los Loynaz. El epistolario con Enrique, también poeta, le abrió las férreas puertas de sus salones, y allí tuvo un romance con el iluminado de la famalia, Carlos Manuel, que murió loco. Bajar su cadáver por la angosta escalera de su torre fue un número que los vecinos no olvidan. Por medio, el destino de una copia menacografiada del manuscrito de El Público a la que la historiografia literaria ha agregado lo suyo.

A principios de la década de los 80, Alicia Alonso se interesó por su salud y en 1986 protagonizó un ballet con el tema de Jardín. El poder de la bailarina comenzó a devolverla a una realidad que la había rechazado. Era tarde, pero mejor que nunca.

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