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Tribuna
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Dulce María Loynaz (1937)

Subí, en la penumbra de la tarde llovida, la estrecha escalerilla curva (me herí a la palma de la mano la enredadera de hojas filosas y pinchudas de bronce con flor de lamparíllas eléctricas fundidas y el apéndice erecto, que se entrevía en otro filo de luz húmeda y verduzca del jardín profuso), y desemboque a un descanso antesala donde me recibió sentada una virjen española, mutilada talla polícroma tamaño natural. Por media luna le daba guardia de honor un colmillo calizo de elefante, y la armaba, nos armaba el incienso transparente de una cortante oloración de éter sulfúrico.La dulce trigueña inesperada, bonita amiga normal, me dijo sin remilgo suyo: "Siéntese, mi señor".

Escalofrío

Me senté asustado, y miraba el ir y venir del aire en el aire, cuando... un escalofrío y Dulce María, gentil marfilería cortada en ligera forma femenina entre gótica y sobrerrealista, con lentes de oro de cadenilla a la oreja, ojitos de mariposa detrás y, en la sonrisa, un diente gris como una perla.Escueta y fina también Su débil palabra cubana, que no admitía corte enmedio como el papel de seda fósil. ¿Su casa? "Esta es, venga".

La galería y una jaula de ratas llena de hojas secas; un montón de monedas de plata cuidadosamente alzadas de menor a mayor, torrecilla invertida de Babel en un plato aún de postre; media figura de camarero negro, de librea roja y plata, yeso total grotescamente pintarrajeado, quien me ofrecía por su lado único una bandeja de tarjetas oxidadas de visita; el vaso de cristal, grande, en el suelo, donde Federico García Lorca bebió limonada, con estalactitas y estalagmitas y arañas presas a su vez. (¡Ah sí, ahora supe de golpe de dónde salió todo el delirio último de la escritura de Lorca,D. Dulce María desaparecía y aparecía por rendijas extrañas en rayos de luz y sombra.

Y ya Enrique, sí, sí, Enrique, el Enrique Loynaz de Chacón y Lorca, plato, blando, ancho, dentadura inquietante, palabra propia desecha en sueños.

Y no sé por dónde ni de dónde ni cómo, la cámara dormitorio, vivitorio, mortuorio, cámara amarilla, camerino, urna, capilla de Dulce María, santa, vestal acaso, laica medieval, vitrina de frascos vacíos de esencia internacional intemporal, vitrina de esqueletos desarticulados de abanico, vitrina de encajes solidificados por sudor de siglos, vitrina de... Flor, de súbito, hermana menos caída con el peso de los grandes ojos proyectiles negros; su tónico olvidado y presente en la mano, su ropa de espesa negrura brillante recortada sobre la negrura mate lisa, fúnebre atavío como de entierro a la Federica. Flor, carne humana de otro pálido que la de Dulce María y la de Enrique (baja, ópalo, gris).

Un flamenco rosa en medio de todo y todos, que espiró en pie, en pata, de pena por el vuelo decisivo de su flamenca, una tarde de otro abril isleño. Y al fin, la cama, el lecho emparedado, con salida de pies al jardín de los sesenta y un perro y puertecilla, para el acaso, de cristal. Vitrina ahora de Dulce María, esta vez en su definitivo centro.Hermana Libélula, Santa Abogada de los Junquillos perdidos, de los Cínifes perdidos, de los Esquifes perdidos, de los Alfileres perdidos, de los Palillos de diente perdidos, Ofelia Loynaz Sutil, arcaica y nueva, realidad fósforecida de su propia poesía increíblemente humana, letra fresca, tierna, ingrávida, rica de abandono, sentimiento y mística ironía en sus hojas rayadas de cuaderno práctico, como rosas envueltas en lo corriente.

Orquesta de Cámara ahora, de hermanos Loynaz, leves y balbucientes en la hora dudosa. ¿La hora esquisita? Media luz. ¿Recitación? Yo, decido, no. Lo demás del. ser humano de la casa, fuera de ellos cuatro siempre, y entonces, de mí, fuera de todo, acompañamiento estrañamente natural, sorprendentemente raro allí, de las notas de disonante melodía de cuatro entre las cuales Dulce María sale de la cuerda del violín o quizá de la de la viola de amor.

¿El refresco? Altar rodado de botellas de todos los vinos, licores, aperitivos y zumos posibles e imposibles. Algo frío y rosáceo con aroma también etéreo y manecilla de cristal esmeralda rascaespaldas para moverlo yo.

El convencimiento inquietante (comprobado luego en escritura a lápiz como la mía) de que mi enorme vaso no bebido pasaría al museo intocable de los ilustres vasos bebidos.

Y al crepúsculo, la despedida en el jardín. Qué estraña la calle, la ciudad, ¿el hotel? ¿Recuerdo ya o presencia todavía?

Lo insisente, Enrique: "Yo duermo aquí en esta jaula del coche porque mi casa está todavía nueva". lor: "Yo me iré a dormir al baño de mármol en cruz que se comunica con el río". Carlitos: "Pues yo no duermo esta temporada porque no sé dónde ni cómo, sin techo".

Una rosa final, esta rosa que traigo en la mano.Dulce María: "Las otras rosas están muy frescas todavía. Ésta ha nacido antigua para mí junto al muro de mi dormitorio".

Y tengo siempre ¿y hasta cuándo? la rosa vieja de marfil amarillento y violado, doblada de nacimiento y sin morir preciso; cruda, yerta de otros días, permanencia jemela de su poetisa dormida y despierta a la vez.

Como ella, ardiente y nieve, carne y espectro, volcancito en flor; no pesadilla de otro ni, en sí, sonámbula.

1937Del libro Españoles de tres mundos (1942)

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