Helicóptero
Desde que leí la entrevista de Rosa Montero a Felipe González, cada vez que oigo un helicóptero salgo a la terraza e imagino al presidente allá arriba contemplando lo de aquí abajo con el gesto reflexivo de quien sabe que todo lo que sucede en este agujero es suyo. La imagen me recuerda un poco a la del niño que se asoma a la caja de zapatos donde se agitan sus gusanos de seda. También lo que pasa en el interior de ese recinto de cartón le pertenece. Madrid, bien visto, es una caja de zapatos en la que nos abrasamos más de cuatro millones de anhelos cuyos anhelos se estrellan cada día contra el déficit y las encuestas de población activa del Inem, contra los atascos y las regulaciones de empleo, contra las listas de espera de la Seguridad Social y los vendedores de kleenex, y contra la plusvalía y el paro y la sequía y la selectividad y el amor y los celos y el insomnio. Sin embargo, toda esa porción de realidad, vista desde el cielo, no pasa de ser un suceso, un caso, una circunstancia, una eventualidad, un episodio.Las grandes ciudades suelen ofrecer al turista una atracción consistente en sobrevolarlas en helicóptero. Desde la burbuja de metacrilato los edificios son como belenes, con su río de papel de plata y todo. Está muy bien, porque esa visión ayuda a relativizar las cosas, a comprender que lo grande y lo pequeño son conceptos inestables: varían en función de la referencia, como lo sucio y lo limpio o lo duro y lo blando. Lo malo es acostumbrarse a mirar siempre desde el mismo sitio, por que entonces se pierde esa categoría. El presidente, que cada día lee más, sabe sin duda de quién es aquella reflexión según la cual uno es del tamaño de lo que ve. Quizá sea útil recordársela a alguien que cultiva bonsais y que está obligado a viajar mucho en helicóptero. De nada.
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