_
_
_
_
Tribuna:
Tribuna
Artículos estrictamente de opinión que responden al estilo propio del autor. Estos textos de opinión han de basarse en datos verificados y ser respetuosos con las personas aunque se critiquen sus actos. Todas las tribunas de opinión de personas ajenas a la Redacción de EL PAÍS llevarán, tras la última línea, un pie de autor —por conocido que éste sea— donde se indique el cargo, título, militancia política (en su caso) u ocupación principal, o la que esté o estuvo relacionada con el tema abordado

La participación creadora de España en la historia

En la víspera del siglo XXI, afirma el articulista, nuestro problema consiste en saber lo cue Con el cabal recuerdo y la debida estimación de lo que fuimos y no fuimos antaño podemos hacer los españoles para que la España una y diversa sea algo propio, no una pintoresca comunidad de consumidores en el concierto de los pueblos del planeta. Y a continuación, el autor señala en qué debería consistir a su juicio el proceso de europeización de España.

Al margen de lo que los historiadores y los juristas han dicho y puedan decir sobre la realidad que nombra la palabra nación, dos egregios pensadores, uno del siglo pasado, Renan, otro del siglo XX, Ortega, han propuesto definiciones basadas en el sentimiento de quienes la componen. Renan se atenía al presente, en cuanto continuación del pasado; para él, la nación es "un plebiscito de todos los días"; un tácito plebiscito, cabría añadir. Con su personal definición -"sugestivo proyecto de vida en común"-, Ortega pensaba ante todo en lo que la nación tiene de empresa colectiva, y, por tanto, de proyecto; proyecto lúcidamente vivido por los ciudadanos cultos y oscuramente sentido por los incultos.Dos preguntas suscita la hermosa definición de Ortega: vida en común, ¿para qué?, y en el caso particular de España, ¿cuál debe ser el contenido del proyecto para que realmente sea sugestivo?

¿Para qué la vida en común? No es preciso devanarse los sesos para dar con la respuesta: para convivir pacífica y creadoramente. Nadie negará que dentro de un grupo humano puede haber vida común en la discordia; cruenta vida común había, pese a todo, entre los españoles que tan despiadadamente comenzaron a matarse entre sí en 1936, y vida común escindida hubo en España bajo la paz que subsiguió a la victoria de Franco. Pero la paz como puro hecho -la no-guerra- no basta para la vigencia de un proyecto de vida en común, y menos si el proyecto ha de ser sugestivo.

Vida en paz

Hubo en el mundo antiguo dos modos de entender la vida en paz: la paz como pacto que nombra la palabra latina pax, paz meramente aceptada, y la paz como grato estado habitual, la eirene de los griegos. La actual Constitución española fue consecuencia de un pacto, y no menos lo será su reforma, si a ella se llega; en cierto modo, una pax al modo romano. ¿Es posible que de esos pactos surja en España una convivencia irénica, a la griega, y no meramente pactada, a la romana? Sólo si este hecho se produce podrá existir sobre nuestra tierra un sugestivo proyecto de vida en común. Pero, a la vez, sólo si a los españoles pactantes se les ofrece un proyecto de vida en común sugestivo, sólo así podrá ser realmente irénica y no meramente pactada la. paz de su convivencia.

La llegada a esa meta exige como condición necesaria la vigencia real de una lengua común y el adecuado planteamiento de lo que una cultura común debe ser para los españoles. Pero tal condición no es suficiente, porque su cumplimiento conduciría a un estado, la pacífica convivencia, y no conllevaría un proyecto, la ejecución de la vida en común hacia un objetivo realmente satisfactorio. El cual no debe ser otro que una eficaz participación de la España una y diversa -participación creadora, no meramente repetitiva- en la general historia de la especie humana. Con su importante contribución en la génesis del Estado moderno, con la colonización de gran parte de América, con su literatura, su mística y su pintura, con su tan decisiva parte en la invención del derecho internacional, creadoramente ha contribuido España a la cultura universal. Bien lo demuestra la existencia de hispanismo e hispanistas en Japón y en Corea. Pero todas esas hazañas pertenecen al pasado, aunque sigan teniendo vigencia actual. En la víspera del siglo XXI, nuestro problema consiste en saber lo que con el cabal recuerdo y la debida estimación de lo que fuimos y no fuimos antaño podemos hacer los españoles para que la España una y diversa sea algo propio, no una pintoresca comunidad de consumidores en el concierto de los pueblos del planeta. O en su desconcierto, si prosigue el espectáculo que hoy nos brinda.

La pertenencia a la CE exigirá que económica, laboral y administrativamente se ponga España a la altura de los países de la Europa occidental. Bien venido sea cuanto a tal respecto se logre. Mas, para mí, eso no será suficiente, porque la definitiva europeización de España -no la mera participación decorosa en las estructuras económicas, laborales y administrativas de Europa- requiere una enérgica acción colectiva en la línea de los dos más centrales nervios rectores de la existencia europea: la mentalidad y la cultura.

Francia es Francia, Alemania es Alemania-, Inglaterra es Inglaterra, Italia es Italia. ¿Hay una mentalidad común a todas ellas, en cuya virtud todas son genuinamente europeas? Pienso que sí. Gálica, germánica, británica o itálicamente realizada, singularizada en cada caso por notas accesorias, esa mentalidad consiste, desde la Baja Edad Media, en la firme voluntad de entender y gobernar racionalmente el mundo, de la cual son consecuencia una ciencia, una técnica y una determinada ordenación de la vida colectiva; ésa por la que -yendo a lo mínimo y cotidiano- cobran habitual realidad tantos y tantos hechos: que los trenes lleguen puntuales, haya limpieza en-los locales y servicios públicos, duren sin avería los artefactos, se urbanice con previsión suficiente, predominen la eficacia sobre la apariencia y el cálculo sobre la improvisación, et sic de caeteris.

La mentalidad europea

Miremos la realidad de España, y preguntémonos seriamente -el tema impide la broma- si esa mentalidad ha informado en medida suficiente nuestra vida social. Sólo entre los irresponsables será afirmativa la respuesta. Mirada Europa desde este punto de vista es evidente que su penetración en España ha sido más bien escasa. Somos europeos, egregiamente europeos, en ciertos órdenes del existir humano, pero muy poco en los más directamente atañederos a la común y más definitoria mentalidad de nuestro continente.

¿Por qué? Desde Costa y Cajal vienen preguntándolo muchos de los mejores españoles. Siga planteada la cuestión. Cualesquiera que sean las causas del hecho, lo que verdaderamente importa es el remedio, y a éste yo lo veo formulado en los tres siguientes puntos:

1. La europeización de España no puede consistir en una apresurada tecnologización; en nuestra japonización, diría Unamuno. En un mundo intercomunicado y, pese a todo, solidario sería estúpido o demencial el proyecto de racionalizar la vida española para que nuestro país compita tecnológicamente con Alemania, Estados Unidos y Japón. Contaba Eugenio d'Ors que un docente barcelonés de Medicina decía a sus alumnos, allá por 1880: "Del microscopio, señores, conviene usar, pero no abusar". Con mayor razón cabría decir a los que, con detrimento de su costado humanístico, en la tecnificación de la vida y en el gobierno técnico de la naturaleza ven el único camino posible hacia el siglo XXI: "De la tecnologización, hijos míos, conviene usar, pero no abusar". He aquí mi fórmula: "En cuanto a la tecnología, la reforma de la vida española debería limitarse al logro de una suficiencia teórica y práctica que nos permita gobernar por nosotros mismos invenciones y recursos que necesariamente hemos de importar, y perfeccionarlos en alguna medida". Inventen ellos y, en cuanto podamos, inventemos nosotros lo suficiente para utilizar competentemente y a nuestro modo las invenciones importadas; no nos convirtamos en esclavos -en esclavos- de la tecnologización.

2. Sobre la base de una tecnificación suficiente, pero no idolizada, la europeización de España, y, por consiguiente, su más propia aportación a la cultura universal, debería tener como tarea fundamental la armoniosa combinación de estos dos motivos: el cultivo de las ciencias llamadas puras o básicas, incluidas las humanidades, puesto que ellas son el nervio de la racionalización de la vida, y la actualización creadora de la actitud ante el mundo en que tuvieron su raíz las mejores expresiones de nuestro pueblo; la "prolongación del perfil de Cervantes", diría Ortega. Menudean los homenajes a los hombres de las generaciones del 98, del 14 y del 27; ¿pero cuántos son los que realmente se afanan por actualizar creativamente el porvenir que para España quisieron los mejores de esos hombres? El modo europeo de ser hombre se enriquecería en no pocas de sus dimensiones: estilo ético del vivir, pensamiento filosófico, sociológico e historiológico, conciencia integralmente europea, tantas más. En la supertecnificada Alemania, Heidegger -el segundo Heidegger- postulaba una cultura en la cual las mentes, aceptando de buen grado la tecnificación de la vida que el nivel de la historia ineludiblemente impone, supieran trascenderla mediante el ejercicio teorético y vital de la Gelassenheit, palabra alemana que a la vez significa "serenidad" y "desasimiento". Si con serenidad y desasimiento cervantinos amásemos al mundo los españoles de hoy, y si nos esforzásemos de veras por expresar con rigor intelectual y estético la realidad de ese amor, ¿no es cierto que una España decentemente tecnologizada, capaz, por tanto, de realizar por sí misma las virtualidades de la mentalidad europea antes apuntadas, aportaría a la cultura universal bienes que otros pueblos occidentales no produjeron en medida suficiente?

Política exterior

3. Sin mengua de la interna diversidad de la cultura española, al contrario, sobre la base de ella, pienso que la política exterior de España, concebida y realizada como proyección de la actividad de los españoles hacia el universo mundo, no sólo como propaganda turística o como intercambio comercial de productos, adquiriría un acento nuevo, seguramente sugestivo y eficaz. La idea de que las embajadas de la España una y diversa sean centros de irradiación universal de una cultura así concebida y conjuntamente realizada en la lengua común y en las distintas lenguas autonómicas, ¿es un sueño utópico o un proyecto realizable, si en los españoles prevalecen la inteligencia y el buen ánimo? Grave cosa sería, a mi ver, que al fin se impusiese el primer término de ese dilema. Grave cosa, si sólo a través de sus respectivas lenguas planean catalanes, vascos y gallegos su integración en la cultura europea, y que sólo parcialmente, sólo según la lengua de todos y lo que a los ojos oficiales parezca ser cultura, actúan como españoles los principales centros de nuestrapresencia en el mundo.

Para que esta presencia y la correspondiente política exterior del Estado tengan eficacia y unidad, no sean una mal concertada adición de miembros dispares, es condición rigurosamente necesaria, claro está, la, existencia de instituciones y actividades unitariamente estatales: una superior jefatura del Estado -la actual monarquia-, un Ejército, una administración de la justicia respetuosa de las peculiaridades autonómicas, pero severamente atenida a normas comunes, una política económica estatalmente planificada y ejecutada... Digan los iuspublicistas y los políticos lo no poco que a este respecto habría que decir. Yo debo y quiero limitarme a recordar que junto a la línea europea de la necesaria reforma de nuestra vida pública hay y debe haber otra a un tiempo exigida por nuestra historia y nuestra realidad: la línea hispanoamericana de nuestra existencia en el mundo.

Pedro Laín Entralgo es miembro de la Real Academia Española.

Tu suscripción se está usando en otro dispositivo

¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?

Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.

¿Por qué estás viendo esto?

Flecha

Tu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.

Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.

En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.

Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.

Archivado En

Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
_
_