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Obituarios
Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

Muere Andrés Sánchez Robayna, poeta y ensayista canario, a los 72 años

El autor de ‘Las ruinas y la rosa’, su última obra, deja un legado literario marcado por su pasión por el lenguaje, la poesía y las artes

El poeta y ensayista Andrés Sánchez Robayna.
El poeta y ensayista Andrés Sánchez Robayna.CARLOS A. SCHWARTZ. AYUNTAMIENTO DE LPGC (CARLOS A. SCHWARTZ. AYUNTAMIENTO DE LPGC)

“Cae la noche atlántica”, decía uno de los versos de tumbas y urnas—Borges, Haroldo de Campos, San Juan de la Cruz— de su libro La sombra y la apariencia (2010). Y, sí, la noche ha caído de pronto, nadie la esperaba con esta furia, lo mismo que un pesado telón que se abate. Supimos hace poco del tumor, los días hospitalizado, pero, en fin, todo había tomado ya la ruta de un tratamiento —gravoso, pero— habitual. Parece que, al final, ha sido un infarto, han dicho. La oscuridad imprevista, furtiva.

La pasión intelectual de Andrés Sánchez Robayna (Las Palmas, 1952-Tenerife, 2025) era incontenible, su esperanza en los significados, en las iluminaciones procedentes, naturalmente, de la poesía, pero igualmente de la pintura o de la música. Las ruinas y la rosa (2024), un estupendo conjunto de meditaciones que él no quería considerar un libro, fue el último de sus envíos —periódicos, puntuales, incesantes—, que atestiguaban de una fe oscura pero indeclinable en el poder del lenguaje. Había allí muchas elucidaciones a propósito de la sensibilidad y el pensamiento, dos amigos no siempre bien avenidos, pero siempre juntos en la poesía y en los ensayos de Sánchez Robayna. Recuerdo aquellos libros de los ochenta —La roca, Clima, Tinta— con su grueso papel editorial, que le granjearon fama de poeta filosófico, minimalista, “del silencio”, se decía entonces. Luego los versos se fueron haciendo más porosos, permeables a tradiciones muy diversas y a músicas nada rígidas ni predeterminadas. Aparecieron rimas, sílabas contadas; no les pareció bien a sus supuestos correligionarios y desde entonces, aproximadamente desde Palmas sobre la losa fría (1989), su camino sería solo suyo, hasta acabar componiendo una obra ardiente como pocas, insoslayable para la poesía en español de los últimos cincuenta años.

Se había ocupado de Mallarmé, había traducido a Valery, a Wallace Stevens… Ya sabemos de lo que hablamos. Pero esa anchura (además de esa altura) de miras, le llevó a escribir ensayos luminosos y muy diversos, entre ellos los muchos dedicados a las artes plásticas, uno precioso, por ejemplo —Borrador de la llama y de la vela (2022), que reseñé en este periódico— dedicado a una imagen que la cultura de Occidente convirtió en un tema central del arte y de todo lo sagrado. O aquel en el que exploró el mundo de su querido Jorge Oramas, el singular pintor canario de los 30. Hay muchos pintores a los que Robayna prestó su atención de intelectual, de poeta y de cómplice: Tàpies, Sicilia, Cristino de Vera, Blinky Palermo, Morandi, Luis Fernández… En 2017 comisario una exposición excelente, Pintura y poesía: la tradición canaria del siglo XX, que no fue bien entendida por todo el mundo. Pero esa encrucijada—pintura y poesía, la palabra y la imagen—fue un lugar en el que se sintió especialmente a gusto, entre los poetas que fueron críticos, nietos o tataranietos de Baudelaire.

De hecho, conocí a Robayna —hace mucho— en la galería tinerfeña Leyendecker, junto a su amigo Salvatore Mangione, Salvo, quien ya había publicado la edición española de su conocido De la pintura (Pre- Textos, 1987). Era ya un poeta celebrado, un amigo de Paz, de Valente, de Yves Bonnefoy… También de Góngora y de Sor Juana Inés de la Cruz, a quienes había dedicado pacientes ensayos. Dirigió durante 10 años, hasta 1993, la revista Syntaxis, una de las que importan. Llegaron los premios de la Crítica o el Nacional de Traducción, su implicación en la primera andadura del CAAM de Las Palmas, la dirección del Taller de Traducción Literaria, de la Universidad de La Laguna, donde ejerció como catedrático hasta hace no tanto.

Era serio, se tomaba las imágenes y las palabras con una seriedad propia del siglo XX. Pertenecía a esa raza. Adoraba a André Breton, a Blanchot, a Seferis, a Lezama Lima. Ya sabemos de lo que hablamos. En realidad, su universo intelectual era inmenso, casi infinito, por más que todo eso parezca en estos tiempos un firmamento lejano. Pensó como nadie la insularidad como una condición mental y corporal de la conciencia. Esa orilla de piedra y de luz rodeada por las metáforas del absoluto sobre las que ahora la oscuridad se cierne.

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