'La Gallarda', de Alberti, sube a escena tras casi medio siglo de espera
Se levantó el telón del teatro Central de la isla de La Cartuja con un acto de justicia: elevar a la escena algo que fue escrito para ella y que esperaba su turno desde hace casi medio siglo. La Gallarda es probablemente el más célebre y refinado poema dramático de Rafael Alberti, pero nadie hasta ahora lo había podido contemplar como drama, verlo hecho la tragedia que desde sus primeros versos quiere ser. Pertenecía ya casi irremediablemente al equipaje de la poesía para ser leída y estaba casi olvidada su ambición de fuente de un espectáculo.Alberti cuenta que, en 1944 y en su exilio bonaerense, la actriz Margarita Xirgu -de la que era amigo desde el tiempo del estreno, todavía en España, de su Fermín Galán- le pidió que escribiera una nueva obra para ella. Poco tiempo después, la actriz tenía en sus manos el manuscrito de La Gallarda, pero no se atrevió a meterlo dentro de su piel: dijo que se sentía con demasiados años encima para poder hacer suya la historia de aquella fogosa muchacha que creía haber llevado en su vientre y parido ni más ni menos que a un toro: un ancestral mito cretense encerrado ahora en los sonidos de la música hablada del poeta gaditano. Y desde entonces el drama descansaba en su libro, donde fue adquiriendo fama y leyenda.
Ahora, 48 años después de escrita para el teatro, La Gallarda nace teatralmente. La tremenda audacia de su metáfora escénica encontró por fin oficiantes que se atrevieran a afrontarla, lo que requiere coraje. Es verosímil que Margarita Xirgu, después de leer La Gallarda, se echara atrás a la hora de representarla no sólo asustada por su propia edad, sino también por la brutal osadía erótica del poema, inspirado por una inmemorial y enigmática copla andaluza: "Mamaba el toro, mamaba, / la leche de la serrana. / Al toro se le ponían / ojos de muchacha". Casi todo está encerrado en el misterio indefinible de estos cuatro portentosos versos sin dueño, a la manera lorquiana, duros como puñetazos.
Sin embargo, la representación de La Gallarda, la noche del lunes en el teatro Central de la Expo, fue un suceso escénico blando, de perfiles imprecisos, de escasa contundencia, disperso, con algo de collage no vertebrado dentro, lo que no impidió la sensación mal de éxito delirante. La no mucha gente que se reunió para celebrarla se peló las palmas de las manos aplaudiendo y salió algo ronca con tanto bravo. El esplendor epidérmico del espectáculo les deslumbró probablemente, pero no impidió que luego, ya en la calle, quienes meditaran un poco sobre las tripas y trastiendas de la representación descubrieran que en ella las partes se comieron al todo y que la brillantez y opulencia de los medios apagó buena parte de la luminosidad de la escueta metáfora representada, y que, por ello, se creara fatalmenta en la escena una zona de oquedad entre el qué y el cómo, entre el poema y su encarnación.
Oír a Montserrat Caballé cantar hermosas músicas de Manuel Sanlúcar es un fin en sí mismo, un regalo al oído y a la memoria. Ver a Ana Belén desmelenarse con auténtica garra y entrega dentro de la piel de la muchacha madre de la bestia es algo que merece la pena por sí sólo, aunque la gran actriz mellara en un par de ocasiones la afilada contundencia de su terrible cometido y confundiera el gran furor trágico con ese pequeño furor cotidiano que los castizos llaman cabreo. Recuperar a José Sacristán para el teatro es un triunfo sin más, aunque el gran actor confundiera en un par de ocasiones la mesura con la falta de agresividad, cuando su personaje es -dentro de su economía y contención- un sujeto de extremada violencia y agresividad. Asistir a la composición de un espacio escénico organizado por Miguel Narros merece la pena siempre, pero el gran director metió demasiadas cosas dentro del escenario, y éste, al abarrotarse de destellos y de estímulos, se hizo telón y ocultó al poema.
Es La Gallarda un espectáculo paradójicamente enfermo de riqueza: una acumulación excesiva de calidades que abruma a la capacidad de recepción del espectador, quien acaba perdiendo el hilo de la palabra y ésta se le queda más acá de donde ha de llegar por fuerza -si quiere cumplir sudestino- una palabra con ambición de tragedia, como es ésta. El brillantísimo espectáculo no logra traspasar la frontera de las evidencias, ni por ello consigue hacemos ver el lado invisible que hay más allá de estas palabras: el lado indecible de éstas, el lado del misterio, sin cuya oscura presencia y capacidad de contagio no hay tragedia, sino simulación de ella.
Vemos y oímos exquisiteces hechas ópera, copla, ballet, oratorio, tablado, alarde escenográfico, exuberancia de medios, derroches de buen gusto, palabra hecha música, cataratas de imágenes. Pero no asistimos a una ceremonia trágica, no percibimos ese aroma negro que despide la emoción pura, escueta, desnuda, de la representación de una pasión en forma de mito. Y lo que debiera ser un escalofrío, pierde en su camino las primeras letras y se queda simplemente en frío. Un frío sin escalo, sin ascenso, sin ese vertiginoso ir hacia arriba que requiere todo verdadero espectáculo trágico, toda representación en carne viva de un enigma indescrifrable.
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