Química en la sartén
LAS AMAS de casa y, en general, quienes manejan las perolas están hartos de intentar freír un bisté que, al poco tiempo de estar en el fuego, se hierve en su propia agua, menguando escandalosamente de tamaño. Este reiterado episodio doméstico sería un curioso capítulo de química recreativa si no supusiera, en los casos leves, un fraude al consumidor y, en los graves, un atentado a la salud.A finales del pasado mes, 200 personas en toda España sufrieron una grave intoxicación por comer carne de ternera tratada con clenbuterol. Al cabo de unos pocos días se localizaban en Cataluña las dos granjas que presuntamente suministraron esta carne adulterada, y se han abierto las diligencias judiciales al uso. Las dimensiones del caso han obligado a una respuesta de las autoridades rápida y contundente. El problema y el verdadero escándalo, sin embargo, no están únicamente en este suceso, sino en la ineficacia administrativa para evitar esta práctica ganadera. Ineptitud para controlar la importación y transporte clandestino de los anabolizantes; desgana en la vigilancia preventiva de las granjas; ineficacia en el control veterinario de los mataderos y, por último, una represión tardía e indulgente de estas prácticas: se empezó tarde y con castigos administrativos -multas de como máximo un millón de pesetas- que no perjudicaban la rentabilidad del fraude.
El clenbuterol, que en otros países está admitido y controlada su dosificación, está taxativamente prohibido en España. No se puede prohibir y luego no vigilar su circulación clandestina, porque entonces ni tan siquiera hay, sobre quienes lo usan, el control que existe en los países donde se aplica restrictiva pero legalmente. La persecución de este tipo de prácticas debe ser contundente, y los primeros en agradecerlo serán los ganaderos honestos que sufren la desconfianza del mercado por culpa de unos colegas desaprensivos. Esta semana ha descendido más de un 30% la venta de carne. Es una comprensible reacción temporal, pero los mercaderes delincuentes ya saben que este vegetarianismo repentino, por miedo, no dura siempre ni con la misma intensidad.
El consumidor tiene derecho a comer carne y a poder hacerlo sin riesgos. Los estafadores calculan habitualmente la dosis para que el engorde químico de la res no supere el umbral de la tolerancia, dosis que si está bien calculada sólo se acumula en el hígado. En este último episodio, la dosis ha sido tan alta que ha envenenado toda la carne. Es penoso que haga falta una intoxicación masiva para que las administraciones sanitarias reaccionen. ¿Por qué esperar a eso? Urge que las sanciones sean lo suficientemente disuasorias para que no les salgan los cálculos a estos especuladores de la alimentación. También urge organizar de manera efectiva el control del comercio afimentario para que el ciudadano no ponga involuntariamente en peligro su salud al sentarse a la mesa y, en general, para que pueda comer de verdad lo que ha comprado y no un producto supuestamente comestible, que le engaña en el peso, en la composición y, en ocasiones, puede enviarle directamente al hospital.
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