Podencos que corren como galgos
ECONOMISTAS Y políticos están de acuerdo en la urgencia de conseguir un incremento decisivo de la competitividad de importantes sectores de nuestra economía en la perspectiva del mercado único de 1993. Los políticos y sus asesores económicos coinciden también en considerar ese objetivo inseparable del de reducir el diferencial de inflación respecto a las economías de los principales países competidores. Y, con algunas excepciones no muy significativas, políticos y economistas comparten igualmente la idea de que es preferible que las medidas a adoptar sean el resultado de un acuerdo entre los interlocutores sociales antes que de actuaciones del Ejecutivo en materia presupuestaria, monetaria, etcétera. Tan de acuerdo están todos con esos planteamientos que el primer reproche al plan de competitividad enunciado esta semana por el Gobierno ha sido el de su retraso: hace año y medio que la iniciativa era esperada. Dicho lo cual, los mismos políticos o sindicalistas que critican (se supone que asesorados por sus expertos respectivos) ese retraso hacen todo lo posible por entorpecer, o al menos aplazar, cualquier acuerdo práctico. Y ello, como suele ser habitual entre nosotros, con la coartada de que existen divergencias metodológicas que justifican la presentación por parte de cada cual de su propia propuesta alternativa.Al tomarse como referencia para la fijación de los salarios no los incrementos de precios pasados, sino los esperados, los pactos sociales suscritos en el periodo 1979-1985 sentaron las bases para la contención de la inflación en la fase de reconversión y saneamiento de los primeros ochenta; sin embargo, la fijación de las remuneraciones con criterios genéricos, sin tener en cuenta las diferencias en la productividad sectorial, contribuyó a deteriorar la competitividad de algunos sectores clave de nuestra economía y a cuestionar las ventajas comparativas de que dependía su supervivencia. El aumento de la competencia internacional asociado al mercado único amenaza con generalizar tal deterioro.
A ese problema intenta responder la política de rentas contenida en el plan de competitividad presentado por el ministro de Hacienda. El establecimiento, de acuerdo con iniciativas experimentadas en otros países, de una relación entre los incrementos salariales y los de productividad; el estímulo a la reinversión de los excedentes empresariales, y la existencia de cláusulas complementarias que garanticen la capacidad adquisitiva de los salarios constituyen lo esencial de esa política. Pero, junto a ello, la propuesta presentada por Solchaga contiene actuaciones orientadas a eliminar las ineficiencias y limitaciones estructurales que pesan sobre algunos sectores y mercados. Tal es el caso del descontrol de los precios en determinados servicios -de los seguros médicos al transporte público, pasando por la hostelería o la enseñanza privada- no sometidos a la presión de una competencia exterior y que vienen siendo decisivos en las alzas del IPC de los últimos años. Esos sectores serán objeto de actuaciones de política económica para las que el Gobierno no precisará en principio del concurso de los agentes sociales o del consenso político.
Pero la política de rentas sí lo requiere. Que sea o no conveniente sancionar la propuesta en el Parlamento antes de ponerla sobre la mesa, que resulte oportuno o no incluir una nueva reforma fiscal en el paquete, que la negociación deba ser tripartita o bipartita, en mesas sectoriales o integrada, son, entre otros, aspectos discutibles; pero hacer de ellos condiciones excluyentes previas a la aceptación del proceso mismo de concertación equivale a apostar contra ésta. Discutir sobre si son galgos o podencos lo que viene cuando el mercado único asoma ya en el horizonte es entretenido pero irresponsable.
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