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La nueva novela española

Julio Llamazares

En lo que va de año, que no es tanto, calculo que me hayan invitado ya (lo que no quiere decir, claro está, que yo siempre haya aceptado) a no menos de ocho o diez mesas redondas dedicadas a analizar ese extraño fenómeno literario que se ha dado en llamar nueva novela española o nueva narrativa hispánica. Comoquiera que imagino que no me hayan invitado a todas, pues muchos son, obviamente, los que, con, iguales o más méritos que yo, pueden también ser llamados, y comoquiera que el fenómeno se viene produciendo desde hace ya algunos años, cabe pensar que, hasta la fecha, no sean menos de cinco o seis centenares las jornadas, mesas redondas, congresos y seminarios que, organizados por las más variadas instituciones (periódicos, fundaciones, ayuntamientos, ferias del libro, diputaciones, autonomías y universidades de invierno y de verano), se han llevado a cabo en toda España.El asunto no sería reseñable -ni merecería siquiera esta reflexión por mi parte- si no fuera que hace tiempo que ya vengo sospechando que con tanta mesa redonda, tanto congreso, tanto encuentro, tanto estudio y tanto seminario lo que van a acabar consiguiendo no es aclarar el fenómeno (suponiendo que éste exista desde una perspectiva puramente literaria), sino cansar a los pocos lectores que todavía se atreven a leer una novela en este país de vez en cuando. Bastante hacen los pobres con leernos como para que encima les obliguen a escucharnos.

El fenómeno de la nueva novela es, sin duda, uno de los más curiosos de la vida cultural española de los últimos años. Tras un largo diluvio en el que los novelistas españoles, eclipsados por la censura, primero, y por los latinoamericanos, más tarde, vivieron años de vacas flacas (confinados en el arca de Noé del experimentalismo y condenados por ello al anonimato), de repente la situación dio un giro de 180 grados y comenzaron a acaparar las magras cuotas del mercado editorial hispánico. El fenómeno coincidió casi en el tiempo con el despertar político, económico y social de la llamada España democrática y, paradójicamente también, con el boom de la movida, esto es, del diseño y de la imagen. Seguramente ocurría que, después de un largo tiempo en el que los españoles nos dedicamos a conocer la verdad que hasta entonces nos había sido vedada -y que supuso, por tanto, el apogeo-, volvimos a sentir esa dulce atracción de la mentira, que es tan vieja como el hombre y que tiene en la novela su territorio más abonado. Ahora que ya lo sabemos todo, parecieron decirse los españoles, vamos a contar mentiras para poder olvidarlo.

Fue así como empezaron a aparecer en las librerías, cada vez en mayor cantidad, novelas de jóvenes escritores, junto con las de otros ya no tan jóvenes, pero que apenas habían podido publicar antes. La coincidencia entre esa profusión de narradores y su aceptación inmediata por el mercado (desde hace ya algún tiempo, los novelistas españolés vienen acaparando los primeros puestos en las listas de ventas, cosa impensable hace tan sólo unos años) hizo que se empezara a hablar de una nueva novela española, cuya característica principal era precisamente su capacidad para interesar, por primera vez en mucho tiempo, a los desencantados lectores nacionales. Como coincidió además que, por diversos motivos, los europeos habían comenzado a interesarse por lo que ocurría en España y empezaron a traducir algunas de esas novelas al poco de publicarse (cosa impensable también tan sólo 10 años antes), el resultado fue que lo que al principio se tomó por una moda pasajera y efímera acabó convirtiéndose en un fenómeno sólido y, de momento al menos, parece que perdurable.

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Sea por ello o sea porque en España cualquier disculpa es buena para creernos interesantes, la cuestión es que de un tiempo a esta parte se está viviendo una euforia entre los distintos gremios de la industria literaria (editores, agentes, libreros, críticos e incluso algún escritor deslumbrado por el brillo de la fama) que a algunos les ha llevado a creer que estamos viviendo un nuevo Siglo de Oro, y a otros, mucho más prácticos, a descubrir con sorpresa que tienen entre las manos la gallina de los huevos de oro que tanto andaban buscando. Llevados por esa euforia, los editores publican cualquier texto que les cae entre las manos (siempre, eso sí, que el autor de la novela sea joven y, a ser posible, premiado), en las librerías se apilan en torres las novedades, los críticos descubren un nuevo genio cada mañana (encantados de que, al fin, les hagan caso), las autoridades políticas utilizan el fenómeno como . propia propaganda, y los novelistas se dejan querer y escriben a toda máquina, conscientes todos de que el momento es bueno y de que hay que aprovecharlo. Así las cosas, sin ningún criterio crítico, sin ninguna autocensura, sin ninguna selección editorial en muchos casos, la producción literaria se ha disparado en España (más que un Siglo de Oro, parece que estuviéramos viviendo el de la invasión de los bárbaros), y el panorama que se presenta ante los lectores es tan desalentador como desconcertante. Con tanta nueva novela y tanto autor a su alcance, el problema es tener tiempo para poder leer tanto.

Entretanto, mientras todos participan del festín (cada cual a su manera y en su grado), nadie parece acordarse de que la literatura es ante todo oficio de solitarios, que una novela -como un cocido- necesita su tiempo de cocción y de reposo, que en literatura el éxito es un factor secundario y que, para un escritor, lo más importante de ella ha de ser únicamente ayudarle a entender la vida o, al menos soportarla. Y que, aun desde la óptica de quienes la consideran como un negocio o como una puerta a la fama, nada más contraindicado que convertir la novelaen un boom o en una moda, porque a la larga, y por mucho que queramos ignorarló, el destino de las modas es pasar, y el de los booms, convertirse en bumeranes.

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