La pasión igualitaria
Si la fama era la pasión barroca de las aristocracias premodernas, la envidia es la pasión igualitaria de las democracias modernas. En efecto, en la sociedad estamental era impensable envidiar la suerte ajena, pues no había movilidad social ni, por tanto, posibilidad alguna de compararse o medirse con los demás. Pero en nuestras sociedades meritocráticas el igualitarismo impone su ley: nadie se conforma con ser menos que los demás y todos queremos ser tanto como el que más.La envidia es la tensión ética que enciende la movilidad igualitaria, pero también la más ingeniosa e incruenta manera de ejercer el control social. Para ello, actúa como el regulador de la ambición, controlando los efectos perversos de la movilidad e impidiendo los estragos causados por el desmedido arribismo de los logreros profesionales que porfían por medrar.
Se trata de una virtud paradójica, pues la envidia es tanto el motor de la propia ambición como el freno de las ambiciones ajenas: no sólo te mueve a superarte a tí mismo, sino que además te permite rebajar a los demás. Es, pues, un vicio privado que produce virtudes públicas. En efecto, el igualitarismo meritocrático exige abierta competencia y reñida rivalidad entre los distintos aspirantes a ocupar los puestos mejores. ¿Por qué él y no yo? ¿Quién decide cuál es el candidato ganador? En democracia, es la opinión pública quien ejerce la soberanía popular. De ahí que todos dependamos de la opinión ajena, buscando el éxito de su aplauso y temiendo el rechazo de su envidia.
Es el caso, por ejemplo, de Almodóvar y la envidia que provoca el incomprensible éxito de su landismo poscensura.
Por un lado, el nivel de envidia es el más objetivo indicador cuantitativo de la medida del éxito social: ladran, luego cabalgamos; pues no se puede estar seguro de haber llegado hasta haber sido capaz de despertar la envidia de los demás. Pero, por otro lado, la envidia es como la manía persecutoria, que casi siempre está justificada. Al igual que el paranoico suele ser efectivamente perseguible, también el envidiado puede resultar justamente detestable. Si la envidia es la desaprobación del injusto éxito ajeno, hay que reconocer que por lo general los envidiosos están en lo cierto, pues la mayor parte de los éxitos son inequívocamente injustos.
En este sentido, la envidia no es sino una muestra de virtuoso puritanismo moralista, que se apresura a perseguir de oficio todas las injusticias que se producen en nuestra meritocrática sociedad, donde muchos son los llamados, pocos los escogidos y menos aún los auténticamente merecedores de serlo. Por tanto, la envidia no es tanto el termómetro del triunfo público como el barómetro de la injusticia social, que premia a los mediocres e ignora a los verdaderamente valiosos. Por eso es la virtud española por antonomasia, pues históricamente nuestra sociedad, tan antimeritocrática, sólo ha sabido encumbrar a los más incompetentes e incapaces. ¿Cómo no aborrecer a quienes trepan y se encaraman a unos puestos que no han sabido merecer, y de los que no resultan dignos?
Así, la envidia española ha podido ser nuestro particular y esperpéntico calvinismo invertido.- la esperanza de la propia salvación como saldo del rechazo de todo éxito ajeno. Este ha sido el puritano motor ético de nuestra malograda modernización cultural.
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